¿TÉCNICA Y DEMOCRACIA? LAS ALERTAS SOBRE EL VOTO ELÉCTRONICO

Aunque tomado muchas veces por un mero instrumento técnico que mejorará sustancialmente el recuento de votos y evitaría costos y clientelismos, el voto electrónico requiere de una discusión amplia en varios niveles que discuten su confiabilidad y garantías. Conversamos con el especialista Daniel Penazzi al respecto.

Por Mariano Barsotti

Si tenemos un dolor fuerte en el pecho o algún síntoma gripal, difícilmente recurramos al visitador médico: sabemos que sus conocimientos no son médicos y que su interés no es mejorar nuestra salud. Sin embargo, cuando se trata del voto electrónico, hemos venido aceptando la palabra de quienes pueden beneficiarse sectorialmente de su utilización, se trate de un rédito político o económico. Es decir, políticos o vendedores de sistemas informáticos. Rara vez se toma como válida la palabra de especialistas neutrales, programadores o criptógrafos. Es aún más extraño si consideramos que estamos hablando de la máxima instancia participativa que tiene la comunidad para elegir sus representantes y que ignoramos de forma escandalosa, sobre todo en este caso, cuáles son los intersticios donde la discrecionalidad, por decirlo elegantemente, puede intercalar sus uñas. El llamado voto electrónico, al común de los ciudadanos, nos coloca en la situación de no poder auditar el recorrido que sigue nuestra elección. Al no entender (o no saber) cómo funcionan determinados procesos nos quita la posibilidad de verificar el destino de nuestra decisión. En algunas versiones del voto electrónico la boleta en la urna desaparece, o ya no es la sustancia última del escrutinio. Y lo hace del peor modo posible: erigiéndose como reaseguro de la transparencia. Este acto de ilusionismo político, avalado por la fascinación que provocan las nuevas tecnologías, puede llegar también a sacrificar requerimientos constitucionales del voto.

Daniel Penazzi es Doctor en Matemática, docente de FAMAF y criptógrafo. En el año 2011 logró ubicarse entre los 25 mejores criptógrafos del mundo, desplazando a especialistas de IBM e Intel, en un certamen organizado por la Agencia de Seguridad de EE. UU. Desde la Facultad donde trabaja ha participado en discusiones sobre el voto electrónico, junto a otros matemáticos, programadores e investigadores. Su testimonio pretende ser un primer paso de un acercamiento al tema que Deodoro irá desandando en sucesivas ediciones.

¿Podría describir el procedimiento de voto electrónico que se utilizó en CABA el pasado 5 de julio y cuáles han sido sus puntos cuestionables?

Fue bastante parecido al sistema usado acá de Boleta Única, con la diferencia que al elector en vez de dársele una boleta de papel se le daba una «boleta electrónica». A la vista de todos, pero de forma que no se viera cómo elegía, se acercaba a una máquina, introducía la boleta, hacía su elección, la máquina la grababa en la boleta electrónica y además imprimía en el voto. Esto es una gran ventaja sobre sistemas en donde el voto es 100% electrónico. Además, otra buena idea (en principio) era que el elector podía «verificar» el voto, pidiéndole a la máquina que le dijera lo que estaba grabado en la boleta. Pero pedirle a la misma máquina que grabó que verifique lo que grabó no es una gran idea, obviamente. Luego de lo cual el elector introducía la boleta en una urna, pero antes tenía que acercarla a un lector que contabilizaba el voto electrónicamente.

Hubo varios problemas. Uno de ellos fue que la Fundación Vía Libre encontró una falla en el programa que permite un ataque consistente, simplificando un poco, en reescribir el chip de la boleta mediante algunos tipos de celulares para que la máquina en vez de contar un solo voto, cuente varios. El lector cuenta más votos para ese candidato, sin alterar el total de votos globales, por lo que las autoridades de mesa sólo se pueden dar cuenta del ataque si efectivamente suman a mano los totales de cada candidato, cosa que casi nadie hizo. Un ataque más sofisticado, y que requiere la colaboración de dos personas, es que la primera le agregue digamos 20 votos al candidato A mientras que la segunda vote por el candidato B con -20 votos (votos «negativos»). Ahora incluso la suma dará bien, pero habrá una diferencia de 40 votos relativos respecto a lo que realmente se votó. La empresa se defendió diciendo que es imposible montar el ataque porque el voto se hace a la vista de las autoridades. Pero, aparentemente, bastaría acercar el celular a la boleta electrónica. Además, los chips venían identificados individualmente, lo cual puso en riesgo el secreto de voto.

Otro problema fue que se filtraron los certificados de seguridad con los que se iban a transmitir los datos. Esto fue advertido por una persona que le avisó a la empresa encargada de contar los votos para que cambiara los certificados antes de la elección (supongo que lo hicieron). En vez de agradecerle, le allanaron la casa y le secuestraron todas las computadoras (Joaquín Sorianello, quien trabajó para Machinalis, una de las primeras empresas de software incubada en FAMAF).

Con anterioridad se había dicho que el lector electrónico servía sólo para dar un conteo inicial más rápido, pero que el voto definitivo se haría contando las boletas de a una, mirando la impresión. Más aún, se decía que las autoridades de mesa debían leer los votos uno a uno y anotarlos y ver si coincidían con el total electrónico. Si hubiera sido así, y si estuviera explícito en la ley que en caso de discrepancia lo que vale es el voto impreso, se tendría un sistema híbrido de conteo electrónico provisorio y conteo a mano definitivo, al cual no le veo en este momento nada que objetar, salvo porque lo más probable que ocurra es lo que en realidad ocurrió: en la mayoría de las mesas se leyeron solo 10 o 15 votos, y lo que se usó para el acta fue el conteo electrónico. En el escrutinio definitivo no se reabren las urnas, salvo en casos específicos de denuncia. Incluso en las 500 máquinas, donde hubo un problema a la hora de contabilizar el voto electrónico por algunas fallas, en vez de simplemente contar las boletas a mano, se mandaron todas las máquinas a la sede central donde se «arregló» el problema de alguna forma y se contabilizaron electrónicamente. Si lo iban a hacer así se debería haber requerido que un porcentaje de urnas se abriera al azar y se contabilizaran los votos a mano, y que si hubiera discrepancia con el conteo electrónico este se anulaba y se contaba todo a mano. Pero no tuvieron la precaución de implementar esta mínima salvaguarda.

En definitiva, pese a que el macrismo dijo que esto era sólo una «boleta electrónica» y no un «voto electrónico» (distinción lingüística que tuvo que hacer porque si no necesitaba una mayoría de 2/3 para aprobar esta forma de realizar la elección), en la práctica fue claramente un voto casi 100% electrónico. Y como tal, tiene todos los problemas usuales.

Cuando se pretende ponderar las «bondades» del voto electrónico se menciona indefectiblemente la rapidez del escrutinio ¿Ha sido efectivamente de ese modo en las experiencias realizadas en Argentina? ¿Representa alguna ventaja en relación a la transparencia del acto eleccionario?

La votación en Buenos Aires comenzó muy rápidamente, pero luego se «colgó» con el 97% de los votos escrutados, que si bien no afecta a los candidatos a intendente, dejó sin resolver uno de los asientos de concejales, el cual fue determinado recién un par de días después.

Independientemente de esto, respecto de la rapidez, la Constitución Argentina no dice nada acerca de que el voto deba ser «rápido». Como bien dice la pregunta, lo más importante es la transparencia del acto eleccionario, no la rapidez con la cual se efectúe.

¿Cuáles son las garantías que un sistema de voto adoptado (sea o no electrónico) debe asegurar? ¿Lo hace el voto electrónico?

Lo que se requiere (además de universal, obligatorio e igualitario) es que sea secreto.

A lo cual hay que agregar un requerimiento que es tan obvio que no está listado: el sistema debe ser fidedigno, es decir, los resultados mostrados deben ser los que la ciudadanía realmente expresó al momento de emitir el voto.

Pero además se desea un segundo nivel de fidelidad: que el votante pueda votar realmente lo que quiera. Esto es lo importante del requerimiento de que el voto sea secreto. Por ejemplo, el voto cantado de antes de la Ley Sáenz Peña es muy fidedigno respecto del primer significado de «fidedigno» pero al no ser secreto, no podemos saber si la gente votaba lo que realmente quería. Dicho sea de paso, un voto cantado sería muy rápido (se van contando los votos a medida que se emiten), así que si lo que buscamos es «rapidez» podemos simplemente eliminar la Ley Sáenz Peña.

El voto electrónico tiene problemas con ambos requerimientos. En Holanda demostraron que podían leer lo que la gente votaba a decenas de metros de distancia. En Brasil también podían ver lo que la gente votaba (desde más cerca). En Estados Unidos hubo votaciones con más votos que electores.

Aquí en Córdoba en dos localidades se votó a través de voto electrónico, y casi todos los periodistas sacaron a relucir la gran rapidez con la cual se hizo el escrutinio. Nadie, que yo sepa, demostró que la votación fuera secreta, ni hicieron referencia a los problemas encontrados en Holanda o Brasil.

Para ejemplificar el gran problema del voto electrónico podemos recordar la elección para gobernador de Córdoba en 2007, efectuada con boletas tradicionales, la cual perdió Luis Juez por muy pocos votos, y denunció que Schiaretti le robó la elección cambiando votos, actas, etc., en lugares donde Juez no tenía fiscales. Supongamos por un momento que hubiera estado en lo correcto. La única razón por la cual Schiaretti podría haberle robado la elección es que la cantidad de votos para uno u otro era muy pareja. Pero por ejemplo para Aguad, que salió tercero a bastante distancia de ambos, le habría sido muy difícil si es que hubiera querido, poder cambiar un número suficiente de votos para llevarse la elección. La cantidad de gente que debería haberse involucrado sería impráctica.

Mientras que si se hubiera usado voto electrónico todas las apuestas son posibles. El número de personas que hay que sobornar es mucho más reducido, y los resultados pueden alterarse no solo en unos miles de votos, sino en centenares de miles. Alguien (ya no recuerdo quien) hizo una analogía hace unos años: con el voto en papel se pueden cambiar algunas pesas; con el voto electrónico se puede tomar el control de la balanza misma.

El problema es que queremos por un lado ser capaces de auditar lo que pasó sin romper el secreto del voto. Esto tiene enormes problemas, y aunque en teoría podría hacerse, el sistema sería tan complicado que es difícil que sea implementado. Además, aún en ese caso, la ciudadanía tendría que confiar en un número reducido de personas, técnicos, que les aseguran que sí, que todo está bien. La salvaguarda del eslabón más fundamental del sistema democrático pasaría a manos de una élite, y de compañías privadas. Por esta razón en Alemania todo sistema de voto electrónico ha sido declarado inconstitucional: el ciudadano común debe poder verificar el sistema de votación. El voto electrónico no garantiza esto, como sí lo hacen otros sistemas, por ejemplo el sistema de Boleta Única que tenemos en Córdoba.

Le menciono un par de ventajas que habitualmente se esgrimen para defender el voto electrónico: más económico, «ecológico» y permite romper con prácticas punteras (voto en cadena, etc.). ¿Qué opina al respecto?

El «voto en cadena», el problema de la falta de boletas en el cuarto oscuro y el exceso de impresión de boletas, se resuelven con la boleta única como la que se usa en Córdoba, la cual es diez veces más económica que la boleta electrónica que se usó en Buenos Aires.

En el caso particular de la boleta única en nuestra provincia existe el problema de seguridad de que tienen un código de barra numerado que permitiría identificar quién emitió tal voto con el simple expediente de anotar el orden de votación, con lo cual se viola el secreto del voto (este problema también lo tiene la boleta electrónica de Buenos Aires, con el agravante que la identificación del chip puede ser hecha a distancia, con un celular). Pero esto es algo fácilmente modificable, ya sea cambiando la ley, o declarando el artículo de la ley inconstitucional. No es razón suficiente para cambiar a un voto electrónico que tiene defectos esenciales a su naturaleza.

Por eso es inentendible para mí, cómo puede ser que un político tan hábil como De la Sota, que está enfrentado a Macri, y que tiene en sus manos la posibilidad de comparar ambos sistemas y mostrar que el de Córdoba es mejor… ¡luego hace declaraciones diciendo que debemos adoptar el sistema de Buenos Aires! No sé quién es su consejero, pero ahí hicieron la gran Higuaín.

voto electronico

Sentido, entendimiento y razón

La cantante venezolana Cecilia Todd regresa a Córdoba para presentar sus canciones. El viernes 7 de agosto actuará en la Sala de las Américas. Alguna vez llegó para revelarnos los innumerables encantos de la música venezolana. Desde entonces, nunca más se fue.

Por Santiago Giordano (Periodista)

Su voz y su manera de cantar perduraron entre nosotros sencillamente porque esas canciones con “sentido, entendimiento y razón” que traía, se quedaron asentadas en esa forma de memoria inmediata y colectiva que es el cancionero cotidiano. Y también porque ella, Cecilia Todd, siempre está volviendo, llegando continuamente para incitar esa memoria, con esos encantos lanzados desde su voz y su cuatro hacia un repertorio de perlas populares.

Y así será para una de las voces más cálidas y profundas del continente, que el viernes 7 de agosto actuará nuevamente en Córdoba, en la Sala de las Américas de la Ciudad Universitaria. Con ella estará el pianista Matías Martino, músico versátil, formado a la vera de maestros como Hilda Herrera.

Con sencillez y delicadeza, en el repertorio de Todd se conjuga la riqueza infinita de la tradición musical venezolana y sus bellezas. Distancias, ritmos, paisajes y palabras se traducen en variedades de merengues, polos margariteños, golpes larenses, décimas y danzas zulianas o joropos de los cuatro puntos cardinales, salidos de la tradición popular o producto de la inspiración de creadores como Simón Díaz, Otilio Galíndez o Henry Martínez.

Ese patrimonio amasado por el tiempo y su paciencia es asumido y cultivado por Todd con particular sensibilidad artística, pero también con una actitud que en su convicción tiene que ver con la militancia. “Respetar las esencias de nuestra música es una actitud política y yo soy militante en la preservación de las particularidades de los géneros, porque ahí está nuestra riqueza”, asegura la cantante que hace más de cuatro décadas publicaba entre nosotros Pajarillo verde, un disco que resultó fundamental para animar el oído latinoamericano de los argentinos. “Fíjate que no es casual que la maquinaria del consumo se ocupe fundamentalmente de aplanar todo, de relativizar el caudal de la variedad. ‘Hacer folclore es una posición frente a la vida’, le escuché decir una vez a Yupanqui. ¡Y cuánta razón tiene! Ese pensamiento me guía y tiene que ver con lo que hago y la manera en que lo hago. En la actualidad, pensar de esa manera es ir contra la corriente, contra la maquinaria comercial y la superficialidad de lo pasajero. Es un gran desafío hacer folclore en la actualidad. El folclore es acción y son estas las circunstancias en las que lo más importante es lo que tú haces, no sólo lo que piensas o lo que dices. En definitiva, lo más importante es cantar lo que cantamos”.

La importancia de las raíces no pasan por una moda…

Siempre fue importante, y en estos tiempos lo es mucho más, cultivar nuestras raíces. Es la única manera de no perder la esencia, nuestra personalidad, lo que nos identifica en el diálogo con otros. Y esa es una batalla muy dura y despareja. La música comercial no tiene patria, está sostenida por una maquinaria avasallante que arrasa con todas las características regionales y eso nos priva de muchísimas cosas. Por eso es necesario insistir sobre la idea de que es importante que cada uno conozca sus raíces, las cultive, las conserve. Y las proyecte también, claro, sin perder la esencia. Los cubanos continuamente nos están dando una gran lección: uno escucha su música y enseguida se da cuenta de que es cubana. A eso me refiero con conservar la esencia.

¿Conservar la esencia no sugiere el riesgo de un estancamiento?

Para nada. En los rasgos folclóricos hay una gran posibilidad de variedad y eso no envejece. Tengo la gran ventaja de poder tocar con distintas formaciones instrumentales y ese dinamismo me mantiene fresca. En Venezuela tengo mi grupo, con cuatro, bandola, mandolino, instrumentos muy característicos. Aquí me acompaña el piano y yo misma toco el cuatro, que es el rasgo indispensable de lo que canto.

¿Cuándo comenzaste a tocar el cuatro?

Desde muy niña ya andaba por los rincones de la casa con mi instrumento. Tengo una relación con el cuatro desde que empecé a cantar y se me hace difícil pensarme sin él. Puedo cambiar de acompañamiento, como a menudo hago, pero el cuatro tiene que estar. Es fundamental: el 99 por ciento de la música venezolana necesita el cuatro.

En 2013, el cuatro fue declarado Patrimonio de Venezuela; por eso aquel fue también “El año del cuatro”, una iniciativa que se coronó con numerosas actividades en torno a un instrumento fundamental para la identidad sonora del país; la iniciativa tuvo continuidad en 2014 con la declaración de “El año del joropo”, del mismo modo que este es “El año de la mandola”, otro instrumento cardinal de la tradición musical venezolana.

¿Qué impacto tuvieron estas iniciativas en la actualidad artística y cultural de Venezuela?

En el momento que logremos que el cuatro sea materia obligatoria desde que los niños entren a la escuela, podremos hablar de una iniciativa exitosa. Tiene que empezar por ahí el acercamiento, no solo a nuestra música, sino también a un sentido de pertenencia del cual carecemos. Sin lugar a dudas ha habido avances importantes. Todas las actividades realizadas en el año del cuatro y de la bandola fueron muy bien acogidas, hubo una participación masiva, pero todavía nos queda mucho trabajo por delante. La difusión de la música chatarra es avasallante y no deja lugar para alternativas. Sabemos que el negocio de la música produce mucho dinero, que está sostenido por una estructura inmensa, pero no podemos renunciar a crear nuestros espacios. Tenemos que sembrar conciencia y no permitir que nuestras culturas se diluyan. No estoy hablando de un problema que padece únicamente Venezuela; estoy hablando de una situación global. La mayoría de los medios de comunicación en el mundo difunden basura. Una basura que en su uniformidad nos separa como continente.

¿De qué manera?

Alejándonos unos de otros en lo cultural. Conocemos muy poco lo que pasa en nuestros países vecinos. Es necesario profundizar la relación cultural entre nuestros países, lograr una conexión cultural estrecha entre toda Latinoamérica. En Venezuela no se sabe qué es una chacarera, de México conocemos sólo los mariachis, de Colombia la cumbia comercial. Y algo parecido pasa en cada país de Latinoamérica. Tendríamos que usar mecanismos como la Unasur, la Celac, para unirnos culturalmente también, no sólo a nivel económico o tecnológico.

La basura a la que hacés referencia va más allá de la música…

Claro y creo que tiene que ver con una forma de comunicar. La gran mayoría de los programas de televisión son realmente vergonzosos, en el contenido y en la forma. Podríamos en cambio utilizar esos mismos medios para difundir nuestras tradiciones, nuestra historia, nuestra identidad. Me parece genial eso que han hecho en Argentina, de enseñarles la historia argentina a los niños a través de dibujos animados. Ese es un ejemplo a seguir.

Últimamente, Todd grabó en Cuba con Liuba María Hevia, a quien considera una de las cantantes y compositoras más importantes de las nuevas generaciones en Latinoamérica. “Con Liuba hicimos dos discos –comenta–. En uno yo canto sus canciones, acompañada por músicos cubanos; en el otro ella canta las canciones de mi repertorio, acompañada por músicos venezolanos. En este momento se están terminando las mezclas y en realidad no queremos apurarnos, sino más bien cuidar con celo cada detalle. En la mezcla es necesario poner el mismo amor que pusimos en los momentos de la grabación. Estimo que para octubre o noviembre ya deben estar editados”.

Cualquier conversación con Cecilia Todd está inevitablemente atravesada por la situación de Venezuela, su país, el que canta, vive y sueña. “El nuestro es un país que vive en guerra”, sostiene Todd. “Vivimos continuamente agresiones y sabotajes económicos –continúa–. Hay una oposición que sistemáticamente saca bienes vitales del mercado para desgastarnos la paciencia, para crear especulación y para desestabilizar a un gobierno elegido por el pueblo. Desde Chávez hasta aquí muchas cosas cambiaron en Venezuela y es necesario defender esas conquistas. A pesar de la situación crítica que estamos viviendo a raíz de esta guerra económica despiadada y el continuo saboteo la actividad cultural sigue. Últimamente tuvimos nuevas ediciones de la Feria del libro y del Festival de teatro de Caracas. Ahora vienen además la Feria del libro de Caracas, el Festival de cine, la Feria Internacional de Música de Venezuela, el FIMVEN, que tendrá lugar entre el 7 y 11 de octubre; también habrá numerosos encuentros de intelectuales y artistas, además del festival de poesía. En fin, hay mucho movimiento cultural. Y así vamos resistiendo.

Precariedad(es)

De cara a las próximas elecciones, se hace preciso evaluar las diversas promesas de campaña –y con ellas, los modelos de país que comprometen– a la luz de las medidas con que proponen remover las tenaces condiciones que contribuyen a precarizar la vida cotidiana de diversos sectores de la población. En Córdoba se nos impone, además, la tarea de devolver a ciertos sectores vulnerados/bles el pleno acceso a un conjunto de derechos que les fueron expropiados por los últimos gobiernos provinciales.

Por Eduardo Mattio (Doctor en Filosofía. Docente e investigador de la FFyH)

En algunas perspectivas filosóficas del Norte global ha circulado recientemente la preocupación por examinar bajo qué condiciones se hace posible vivir una vida digna de ser vivida. Frente al impacto que han tenido las gravosas consecuencias de las políticas económicas neoliberales en EE. UU. y en Europa al menos desde 2008, Judith Butler, entre otros/as autores/as, ha centrado su reflexión política en el problema de la precariedad (o de la desposesión), y de este modo se ha propuesto fundar sobre nuevas bases una política de izquierdas capaz de consolidar una comunidad democrática menos excluyente. Con tal propósito en mente, ha señalado en el término “precariedad” una doble valencia que permite deslindar, por una parte, la común condición de vulnerabilidad a la que cualquier ser humano se ve sujeto y, por otra, la maximización política o económica de dicha condición en el contexto de las biopolíticas neoliberales hegemónicas. Es decir, mientras que la precariedad (en inglés, precariousness) habla de aquella dimensión ontológica según la cual somos, desde el nacimiento, un cuerpo expuesto tanto al cuidado como a la violencia de los otros; la precaridad (desafortunada traducción de precarity) denota las diversas formas de expropiación con que selectivamente se distribuye el goce pleno de la ciudadanía: en diversos contextos, la salvaguarda de los derechos de ciertos sectores aventajados supone, invariablemente, la desprotección política, económica y cultural de otros sectores precarizados. En la misma línea, la autora ha dotado al término “desposesión” de dos sentidos diferenciados. Por una parte, supone que nuestra condición humana está desposeída, descentrada, “fuera de sí” –nuestra corporalidad es intrínsecamente extática–; contra las mistificaciones del atomismo social, cada uno de nosotros está constitutivamente marcado por la interdependencia ineludible que supone el vínculo con los demás y con el marco normativo en el que ese vínculo tiene lugar. Por otro lado, con desposesión también se refiere otro fenómeno impuesto de manera mayormente violenta, a saber, ciertas vidas humanas son privadas –total o parcialmente–, ya por el Estado, ya por el mercado, de aquellas redes de contención que son necesarias para asegurar aquello que sustenta cualquier vida humana (alimento, abrigo, salario, medicación, vivienda, seguridad, entre otros bienes de primera necesidad). Tal como advierte Butler en Dispossession, “sólo podemos ser desposeídos porque ya estamos desposeídos. Nuestra interdependencia establece nuestra vulnerabilidad a las formas sociales de la privación”.

El beneficio más atractivo de considerar la precariedad en el primer sentido radica justamente en admitir todos aquellos límites a la autosuficiencia que trae consigo pensar la propia corporalidad como un fenómeno social, como algo que “está expuesto a los demás, que es vulnerable por definición”; como aquello cuya persistencia depende de condiciones e instituciones sociales que lo exceden y lo preceden. En efecto, en una ontología que concibe al sujeto como un ser-con-otros, como un ser-singular-plural, no hay lugar para el sujeto individual, autónomo y propietario del liberalismo; o si lo hay, tal figuración supone abstraer al sujeto de aquellos vínculos más básicos que lo conectan con los demás. En un marco que haga lugar a la interdependencia, señala Butler, “somos desposeídos de nosotros mismos por algún tipo de contacto con otros, en virtud de ser movidos y hasta sorprendidos o desconcertados por ese encuentro con la alteridad”. Y aunque ese vínculo constitutivo con los otros pueda resultar estragante –nuestra exposición física deja librados nuestros cuerpos a cualquier forma de violencia–, también es ocasión para diversas formas de encuentro ético y político. En virtud de esa interdependencia es que somos capaces de tejer lazos afectivos, redes de camaradería, articulaciones emancipatorias.

En el segundo sentido, en cambio, toda forma de precaridad ha de ser aborrecida y resistida: en tanto proceso gubernamental de expropiación calculada –no se reduce a actos o eventos aislados–, la precarización nos permite considerar todas aquellas formas de “muerte lenta” de que son objeto ciertos sectores de la población que son blanco de la deficiencia o de la omisión estatal. En tal sentido, tal consideración de la precaridad maximizada nos permite mapear y desarticular aquellas formas de racionalidad económica o política que convierten a determinadas poblaciones en resto desechable, y que hacen moralmente responsables a tales sectores de la desprotección a la que son empujados. En otros términos, la gramática que subyace a tales procesos de precarización resulta mortífera, a corto o mediano plazo, porque consolida determinados marcos de reconocimiento en los cuales ciertas vidas no son reconocidas como humanas, o en los que el costo del reconocimiento supone resignar los propios términos en que ese cuerpo vulnerado/ble desea autodefinirse o autodeterminarse.

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En el contexto local estas discusiones no resultan irrelevantes. Aun cuando durante los últimos años los gobiernos populistas latinoamericanos devolvieron al Estado la tarea de minimizar las condiciones que vulneran el pleno ejercicio de la ciudadanía a sectores históricamente precarizados, el espectro del neoliberalismo aún asecha nuestras prácticas políticas, económicas y culturales de diverso modo. De allí la importancia de traducir y situar tales discusiones acerca de la precariedad en el contexto de una batalla cultural que se debate entre quienes promueven o desalientan una equitativa distribución del ingreso y la creciente ampliación de derechos a sectores usualmente expropiados.

En tal contexto, se hace preciso asociar el debate acerca de la precariedad con una idea más perspicua acerca de las violencias que el Estado produce por acción u omisión. En principio, hay que revisar una vez más aquello que se condensa en el término “Estado”: es claro que no refiere una entidad cerrada, homogénea y centralizada. Aludimos más bien a ciertos “efectos de estatalidad”, que fragmentan y distribuyen las operaciones del estado no sólo según poderes (ejecutivo, legislativo, judicial) o jurisdicciones (nacional, provincial, municipal) diferenciadas, sino en una red gubernamental, densa y heterogénea, en la que el poder soberano de gestionar la vida (o de malograrla) se ve fraccionado y concentrado de diversas maneras.

Bajo esa concepción del Estado, entonces, en la que el brazo beneficioso de la ley nos alcanza de manera selectiva y discrecional, ha de evaluarse no sólo la ausencia de aquellas políticas públicas que lesionan la convivencia democrática: en nuestro país, por ejemplo, no sólo no contamos con una ley que permita la libre y segura interrupción del embarazo a las mujeres que así lo necesiten, sino que criminaliza a aquellas que logran abortar en la mayor indefensión. Por otro lado, también han de sopesarse aquellas regulaciones jurídicas que formuladas con fortuna, aún resultan ineficaces por la resistencia de un medio social y cultural reactivo a la construcción de un escenario democrático más equitativo. Piénsese por ejemplo en la defectiva aplicación de la ley de identidad de género: aunque permite el cambio registral de las personas trans y asegura la asistencia médica para las modificaciones corporales que tales sujetos crean convenientes, se ha vuelto imperioso promover una ley de cupo laboral trans en vista de la persistente transfobia que corroe nuestras prácticas institucionales. Bajo estas condiciones, aseguraba una joven travesti, no sin desaliento, cualquier ley de identidad de género solo parece garantizar el poder poner el nombre elegido a la propia tumba.

Nuestro presente cordobés, definido por una consentida gubernamentalidad delasotista, deja mucho que desear cuando se pretende examinar la capacidad del estado provincial para aminorar la precariedad de la población. Lejos de lograr tal objetivo, los sucesivos gobiernos de José Manuel De la Sota, han profundizado y sofisticado aquellos procesos de precarización que han esquilmado la vida cotidiana de aquellos sectores sociales más vulnerados/bles. Basta con recordar la saña con que el estado provincial ha entorpecido el trabajo y la sindicalización de las trabajadoras sexuales, o la discrecionalidad con la que el dispositivo policial persigue a ciertos jóvenes de barrios populares, o la cruenta desidia con la que se permitió la contaminación de barrios y pueblos fumigados en nuestra provincia durante los últimos años, basta con estos pocos ejemplos para reconocer el modo diversificado en que se vulnera diferencialmente la vida de algunos/as cordobeses/as. En todos estos casos, ciertos grupos de la población, son fijados en una posición de marginalidad política que no sólo cercena su condición de ciudadanos, sino que imposibilita el acceso a los bienes más básicos que aseguran la propia supervivencia: ya porque se refuerza la inseguridad laboral, ya porque se obstaculiza el derecho a la libre circulación, ya porque se expone a la violencia de desastres naturales, accidentales o provocados, la gravedad de tales procesos de precarización –justificados por la pertenencia etno-racial, por la identidad sexo-genérica o por la procedencia de clase– es una invitación a examinar nuevamente todas aquellas condiciones sociales, jurídicas e institucionales que aseguran a cada ciudadano/a el logro de una “vida buena”. Cuando un joven como José Luis Díaz muere linchado por sus vecinos en un barrio de la ciudad, en virtud de la supuesta comisión de un delito, no sólo fallan nuestras políticas de seguridad, se abisman también las políticas educativas, sanitarias y laborales que son necesarias para asegurar a todo/a ciudadano/a una trayectoria biográfica reconocible como humana. La muerte de José Luis –absolutamente innecesaria– da cuenta de una sucesión de desposesiones, de la precarización continua a la que son arrojadas ciertas vidas en nuestra comunidad democrática desde su nacimiento. De su linchamiento, de su penoso deceso, entonces, todos/as somos en alguna medida responsables.

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Pese a las diversas formas en que se induce y reproduce política o económicamente la precariedad de ciertos grupos sociales, no se inhibe la lucha –tan precaria, como eficaz– de quienes resisten a los procesos de precarización. Las Madres de barrio Ituzaingó Anexo, el Colectivo Jóvenes por nuestros derechos o las compañeras de AMMAR-Córdoba testimonian una disputa incesante que pone el cuerpo vulnerable en la calle a fin de arrebatar derechos debidos pero conculcados. En su trabajo político y territorial se hace evidente una lógica de vulneración de derechos y una manera de desarticularla que nos da pistas para la consecución de escenarios sociales genuinamente igualitarios: cuando se reúnen, cuando reclaman colectivamente, cuando recorren las calles de nuestra ciudad con sus consignas y demandas, esos cuerpos dicen que no son desechables. Con su lucha, con su persistencia, regeneran el tejido precario de nuestra vida democrática. Es esa persistencia, esa forma-de-vida en lucha, la que reforzaremos o abandonaremos en los comicios que tenemos por delante.

Sobre las ideas

Las cosas se esconden cuando parecen familiares.

(Nymphomaniac, Lars von Trier)

Por Mariano Barbieri

Se trata de lo evidente. No por su claridad, sino por su fenomenal capacidad esmerilante. Históricamente se discuten los orígenes de la desigualdad, o de la pobreza que es el resultado de mirar sin contexto (una práctica, por cierto, muy extendida). Basta leer o escuchar hoy, ayer o mañana los reclamos por el número de pobres, por la definición de esa frontera que separa los que están adentro de los que están afuera: la barrera de inclusión-exclusión (que trazan una línea en el agua, dividiendo lo indivisible). Todos los conflictos, todos, tienen en sus venas el mismo ácido desoxirribonucleico. Desde los colores de la camiseta de Desamparados de San Juan, hasta la Asignación Universal por Hijo, pasando por las camisas celestes que combinan con las miradas del poder. Porque inclusive ahí, en ese lugar y momento cualquiera donde hay una apariencia de igualdad, se esconde una desigualdad constitutiva, estructural, visceral. Desigualdad sobre la que se construirá luego cada uno de los ladrillos de la vida social, desigualdad que parecerá para muchos, externa.

Alguna vez hablamos acá mismo del derecho a la libertad, o de su contrario, la privación. Dijimos, siguiendo a Zaffaroni que cada sociedad decide cuántos presos quiere: están encerrados porque los libres lo deciden y porque nuestra sociedad, en su conjunto, lo avala. Hablamos de la privatización del espacio público, de la fragmentación del espacio urbano, de la creación de guetos en Córdoba. Dijimos: la extorsión del miedo sentencia las posibilidades de la ciudadanía, de la diversidad, del reconocimiento de la vida social. Hablamos de la incorporación de los desposeídos al mundo del consumo. Dijimos: el sistema productivo y de distribución debe decidir si va a producir más –invertir, arriesgar, emplear– para abastecer a muchos o aumentar los precios para volver a ser pocos, ganando mucho. Fuimos bordeando, en síntesis, otra evidencia: cada sociedad decide, también, cuántas personas serán pobres o su matiz: precarias.

Lo evidente lleva siglos en incorporarse. La pobreza es un producto social, explicable, modificable. Pero por incuestionable que parezca, durante siglos –muchos todavía hoy– se explicó la pobreza (y su contrapeso, la riqueza) a partir de los talentos individuales, del mérito. Al menos de la Revolución industrial a esta parte, se ha alimentado una conciencia funcionalmente subordinada a la propia reproducción de la desigualdad. Claro que nuestras conciencias son también un producto social que incluso muchas veces corre por detrás de las propias leyes que los Estados generan (pensemos por ejemplo en la despenalización del aborto y las estrategias de objeción de conciencia, o en la violencia física de género que es ilegal hace décadas, pero que fue condenada sólo ocasionalmente hasta estos días). Se postulan valores que luego la práctica niega.

La realización de la libertad y la igualdad, como consenso discursivo, es muchas veces también sólo un postulado. Retomamos en este dossier la idea de Judith Butler de que hay vidas que tienen un valor distinto a otras, a pesar de las legislaciones y de una supuesta universalidad de derechos. Por muchos esfuerzos que los Estados más virtuosos puedan hacer, las contradicciones que existen en la sociedad civil no pueden ser resueltas únicamente a través del accionar del Estado. Hay una continua lucha por la imposición de los significados de la que todos formamos parte y que no ocurre –solamente– en el Estado. 

Es en ese escenario de cosmovisiones contrapuestas en la que nos instalamos. En lo que Antonio Gramsci llamaba la construcción de una voluntad colectiva. Discutimos para roer el sentido común, para poner en cuestión las formas establecidas de reproducción de las jerarquías sociales. Concepciones del mundo, lucha de cosmovisiones, batalla cultural, como prefieran llamarlo. Las ideas, más que las leyes, son las que predominan. Porque en el fondo, siempre se trata de ellas. Y es por eso también que insistimos tal vez tercamente –cruzando en rojo todos los semáforos de los consumos culturales– en seguir escribiendo y publicando una revista cultural.

Las otras lenguas del psicoanálisis: entrevista con Fabián Fajnwaks

 Fabián Fajnwaks es argentino, porteño, se fue a Francia cuando tenía 25 años, hace exactamente 25 años, en 1990 cuando alboreaba la fatídica primavera menemista. Su exilio no fue un exilio forzado, fue un autoexilio y una condena al síntoma de por vida, dice en tono jocoso. Como todo exilio su exilio fue y sigue siendo desgarrador, aunque, hice bien en irme: paradojas. La cuestión fue cambiar, y esto en un sentido profundo, porque más allá del exilio del lugar, existe el exilio de la lengua. Siempre hay una situación de desventaja frente a la lengua oficial cuando uno viene de otra lengua, hay un porcentaje de tontería, dice, te sentís como un pibe de nuevo, tenés que aprender a volver a hablar. ¿Habla de él? ¿Habla del psicoanálisis? El psicoanálisis se habló en alemán en principio, en inglés luego, en francés más recientemente y finalmente sigue hablando en español. El psicoanálisis es una lengua en constante exilio y  este es uno de sus rasgos esenciales: una lengua en desventaja, una lengua hecha de fragmentos errados de la lengua oficial; y al mismo tiempo y por defecto, una lengua de la separación.

Psicoanálisis y universidad

Una afirmación se repetirá varias veces en la conferencia de Fabián Fajnwaks en el Auditorium del Rectorado de la UNC sobre la “Subversión lacaniana sobre los estudios de género”, y en la entrevista que le realizamos: el psicoanálisis lacaniano intenta nominar desde lo que no va, de lo que no anda. Así busca entonces alojarse, extraña paradoja, en lo extranjero. En este sentido pregunta el psicoanalista Guido Coll a Fanjwaks sobre el lugar del psicoanálisis en la universidad:

 El saber ha tomado una posición casi mágica. La ciencia de hoy se parece a eso que Levi- Strauss señalaba esto hace muchos años en referencia a la posición que tenían las creencias en muchas sociedades que él llamaba primitivas. Es un pensamiento mágico ya que oculta cuáles son los significantes amo que le dan una legitimidad a ese saber.  En el psicoanálisis las cosas son distintas. Hay una diferencia de estructuras ya que el psicoanálisis intenta otra relación entre la verdad y el saber. Yo diría que el psicoanálisis es un convidado de piedra en la universidad. Por una lado por todo lo que le ha aportado el psicoanálisis a la antropología, a la sociología, a la filosofía, sobre todo desde sus últimos autores. El psicoanálisis tiene ese lugar prestigioso que le permite conservar una posición, pero está siempre con un pie fuera de la universidad. Al tener una estructura distinta al saber universitario lo paga muy caro con el riesgo de una amenaza o una exclusión; y en cierto punto es entendible. Dado que muchas universidades dependen del mercado.

Y ¿cómo era en la época de Lacan?

Era la época en la que un autor como Derrida, por ejemplo, podía criticar al psicoanálisis y al mismo tiempo favorecer la creación de un departamento de psicoanálisis en una universidad. Hoy no sucede esto, es corporativista, “cada cual defiende su bistec”.

 Fue Lacan quien dialogó con otros discursos. Por ejemplo con la filosofía. Él se llamaba un antifilósofo, es decir operaba como un punto dialéctico, como una especie de aufhebung, intentando sacar a la filosofía de sus impasses. El movimiento de diálogo con otros discursos es propio del psicoanálisis lacaniano y es fundamental para la sobrevida del psicoanálisis ese diálogo. Y esto porque el psicoanálisis no es una cosmovisión, sino que viene a plantear aquello que hace síntoma en la civilización: lo que hace síntoma en la filosofía, lo que hace síntoma en la economía, en la política. El psicoanálisis hace foco en esos puntos de real que otros discursos no pueden procesar. Lacan decía: que renuncie aquel que no pueda estar a la altura de los impasses de su civilización. Y para estar a la altura debe dialogar, intercambiar con otros discursos  que también, a su manera, se interesan en el malestar en la civilización.

Los estudios de género

Esto pasa, por ejemplo, con los estudios de género. El psicoanálisis no viene a corregir sino más bien a reconocer en los autores de género, en los autores de los estudios queer, esa búsqueda de nominaciones que pasen, que excedan, el régimen normativo del Complejo de Edipo. El psicoanálisis lacaniano no busca una adaptación del sujeto a la norma sexual, social o utilitaria. La enseñanza de Lacan señaló los impasses de todo este tipo de normas. Lo que la práctica lacaniana intenta en el uno por uno, en el cada caso de la clínica, es nominar a partir del síntoma, es decir a partir de lo que no va, de lo que falla. En esto hay un punto de encuentro con los estudios queer. Aunque también hay diferencias. El psicoanálisis no pretende generar identidades sexuales como es la intención de algunos autores queer. El psicoanálisis no cree que el sujeto pueda nombrarse a si mismo a partir del goce sexual, sino que el goce sexual tiene que ver con un vacío y de lo que se trata es de saber hacer con ese vacío. En este punto el psicoanálisis es más subversivo.

El malestar actual

Si intentáramos buscar una invariante en el psicoanálisis, el psicoanálisis nos devuelve una cachetada al sentido esperado. La invariante del psicoanálisis es aquello que no anda, pero aquello que no anda, no siempre es lo mismo. Desde el Malestar en la Cultura que Freud escribió y en donde intuyó parte del horror que sobrecogería al mundo entero en la primera mitad del siglo XX, la disfunción de la “civilización”, el malestar, ha ido mutando. De esto dice Fabián

Nada en nuestra época empuja a hablar y a escuchar lo que el sujeto tiene para decir. Es el imperio de la neurociencia y una especie de locura por la imagen. Hoy una resonancia magnética puede mostrar lo que pasa en el cerebro y esto en cortocircuito con lo que un sujeto tendría para decir. Esto unido a la generación de gadgets, es decir con los objetos que se enganchan con la forma de goce de cada uno de los sujetos refuerza eso que Lacan llama el goce del Uno solitario, un goce masturbatorio. Como goce solitario decimos también, en ausencia de palabra. El psicoanálisis por el contrario, se propone escuchar que tiene para decir el sujeto. Pero no poniendo la escucha como una estrategia comercial como la de los 0800- de los productos de mercado o incluso algunas psicoterapias que se proponen escuchar cuando en realidad quieren asumir una posición de amo frente al sujeto. Sino apuntando a lo real del sujeto. Y en esto por supuesto, también entra el cuerpo. La medicina tiende a un monitoreo permanente del cuerpo, hasta el punto de que ya se habla de una caída de la medicina de diagnóstico hacia un monitoreo permanente del cuerpo a partir de captores. El psicoanálisis ve al cuerpo como un lugar donde se inscriben formas de goce y tiende a darle la palabra al sujeto.

La palabra clave es gadgets. Mientras conversamos con Fabián la entendemos como una palabra más o menos técnica. Utilizada por Lacan o recobrada por Lacan del discurso técnico que se va imponiendo en la época. Pero aún le restan significados: Gadget fue el nombre clave de la primera bomba atómica detonada en el desierto de los Estados Unidos coronando una época que Lacan llama de agujero de la historia.

 Lacan habló en los 60 de la Shoa, dijo que ninguna filosofía hegelo-marxista podía explicar lo que fue el exterminio nazi. En ningún sentido la marcha de la historia sea en el sentido de Hegel o en el sentido de Marx permite explicar lo que aparece como un agujero en la historia. Lo dijo cuando nadie hablaba de eso. Más allá de las controversias, los únicos que habían dicho algo habían sido Heidegger y Hannah Arendt. Se referían a la fabricación industrial de cadáveres.

¿Hoy no se vive algo así?

 Hoy vivimos algo muy diferente a un campo de concentración, lo que hoy hay es una especie de servidumbre voluntaria a una forma de control social que pasa por la técnica. Todo el mundo hoy está dispuesto a que le escaneen el cerebro para ver que tiene y para ver si se puede evitar ser esquizofrénico, homosexual o lo que sea. La medicina funciona hoy como una especie de panóptico que puede verlo todo… que cree que puede verlo todo. Lo que pasa es que de repente aparece un tipo  que se llama Andrea Lubitz en un lugar de entrenamiento de los pilotos de Lufthansa, le dicen que está un poco deprimido, le dan unos antidepresores y el tipo va a su casa, no toma los antidepresores y estrella un avión en los Alpes suizos. Lo que no pudieron ver es que el muchacho tenía delirios megalómanos. Esto pasa en general, porque la psiquiatría ya no existe más. La psiquiatría como un determinado tipo de saber sobre el sujeto. Hoy hay una especie de locura de la imagen, de verlo todo, que quizás fue la locura de la ciencia desde el siglo XVI. Pero lo real es lo que no puede pre-verse. Nadie pudo predecir esta tragedia, como nadie puede preveer ciertas crisis económicas, etc.

 ¿Y el psicoanálisis frente a esto? ¿Cuál es su posición más política? 

La política del psicoanálisis es la política del síntoma, de lo que no va. En su afán de verlo todo la ciencia produce, como decía Goya de la razón, monstruos. Y la ciencia tiene ojos para no ver, decía la biblia, en realidad tienen pantallas para no ver. El psicoanálisis intenta darle la palabra al sujeto y se interesa por lo real. Lo real es lo que no se ve, lo que no se quiere ver, como no se vió el horror del holocausto, de Hiroshima y como no se ven las muertes en masa que siguen ocurriendo. El hombre es el único animalito que busca la destrucción del otro y de sí mismo. El psicoanálisis señala eso como pulsión de muerte.

La singularidad. El nombre cualsea.

 Ya desde su conferencia, Fajnwaks plantea esa posibilidad remota del psicoanálisis. El psicoanálisis no se interesa en lo universal, ni en lo particular, sino en lo singular. En aquello que escapa a todas las representaciones y que sin embargo define a “cada uno” y a “uno por uno”, y esto no habría que entenderlo en términos de individualidad, sino o de lo que un individuo hace para pertenecer a una clase. Una singularidad puede tener casi la misma potencia de un universal. 

El psicoanálisis es la clínica del detalle. Del pensar masivo al pensar por detalle como pretendía Benjamin. El síntoma es siempre un detalle frente al pensar masivo. Veo hoy los afiches de los hombres políticos que están de campaña. Me recuerda a la palabra vacía que decía Lacan. Usando palabras como libertad, seguridad, etc. Eso es pensar masivamente. El detalle es aquello que te singulariza más allá de cualquier generalización. 

 La búsqueda del detalle no es, en este sentido, la búsqueda erudita o exegética en la obra lacaniana de aquello que Lacan dijo, sino que el detalle cualsea puede darnos (nueva paradoja) la pauta y el ritmo de cómo camina el mundo. Esta parece ser la intensión de Fajnwaks para, desde allí, en otra lengua de otra lengua, poder cruzar en perspectiva ese tiempo que nos atravieza.     

Psicoanálisis, el lenguaje y la cultura

Por Juan Manuel Conforte

Este número de Deodoro nace con una discusión. Discusión posterior a que el dossier estuviera terminado, pero sospechada de antemano. La discusión gira en torno a una pregunta ¿hay un lenguaje con el que podamos comunicarnos y entendernos más allá de todo tecnicismo? ¿Existen verdaderamente diversos registros de lenguaje: académico, epistemológico, frente a un lenguaje popular y del sentido común? ¿Pueden comerciar esos diversos registros? ¿Cómo? El psicoanálisis, desde aquellas viejísimas y conocidísimas obras de Freud sobre el chiste o sobre los lapsus, hasta la más compleja utilización de la lingüística por parte de Lacan, tiene la certera sospecha de que por todos lados reina el malentendido y que allí donde creemos comunicarnos, no hacemos más que no escuchar lo que el otro quiere decir, y allí donde no entendemos, tenemos la oportunidad (si logramos salir de la frustración) de dar un sentido nuevo. En la disputa cultural que conlleva hacer una revista como Deodoro, la discusión no es menor y la apuesta singular de este dossier es que en el mundo cultural del mercado, cualquier complejidad podría ser estimulante.

 Lo que el psicoanálisis comprueba con su práctica, es que hay al menos dos estratos en el lenguaje que no tienen que ver con los diversos registros impuestos por las divisiones sociales, o culturales: el lenguaje vacío; es decir, el lenguaje que siempre va en una dirección, el lenguaje previsible en el que podemos ir anticipando y entendiendo como quien monta uno de esos caballos que hacen siempre el mismo recorrido; y el lenguaje pleno, es decir el lenguaje que, separado del camino regular, toca eso que llamamos con el psicoanálisis real, en contraposición a la realidad. La realidad cotidiana, como el sentido común, o el lenguaje común, es el lugar donde los sentidos son dirigidos en una dirección. Lo real, es lo que trastoca esa dirección de sentido único, poniendo las brújulas, como en el triángulo de las bermudas, a dar vueltas. El psicoanálisis, así, tiene una atracción por lo que suena raro y que no es de fácil asimilación, e intenta encontrar las fórmulas que lo producen.

  Si entendemos por formula una especie de receta que se aplica para obtener determinada comida, el intento del psicoanálisis es el de encontrar la receta de aquello que excede a la receta, ese sabor que la hace singular y que diferencia el saber precocido de la cocina cultural, de su zona de innovación, de disputa. Ese quizás sea el sentido de los ingredientes que tanto ofuscan a los que entran en el discurso del psicoanálisis como a un Mac Donalds buscando la cajita feliz del esclarecimiento; el psicoanálisis los expulsa con una buena dosis de sin sentido como su picante principal. El ánimo siempre es el de movilizar la capa del sentido único para encontrar nuevas formas de lazo, de unión, para unir la palabra con eso real  que está en juego.

 Por eso el psicoanálisis nunca es referido a sí mismo, sino que siempre está haciendo borde con otras teorías, y prácticas culturales: en este dossier encontraremos textos sobre la poesía (o el poema), la historia, la lectura, el arte, que cada uno a su modo y en su estilo singular dan cuenta de esa zona fronteriza de tráfico entre prácticas diversas. El psicoanálisis es así, una disciplina molesta, parásito, siempre vamos a encontrar a un psicoanalista en los lugares más inhóspitos intentando captar tal o cual cosa de física cuántica, de cálculo infinitesimal, del Ulises de Joyce; colándose en los archivos más diversos, y organizando eventos culturales de distinta índole. Hay allí una política singular del psicoanálisis en referencia a otras disciplinas: no desestima ninguna que se ocupe de la cultura en general, pero no para empatizar con ella o para realizar alegorías con su campo, sino para intervenir en sus puntos oscuros, en sus imposibilidades; para obtener de ellas las fórmulas de su fracaso. No podemos decir que siempre triunfen en ello como tampoco siempre triunfan en el esclarecimiento del inconsciente, que de por si es gustoso de máscaras, pero aún así se sostienen e instalan su discurso a veces molesto, casi siempre enigmático, e insistentemente desoído por el oficialismo cultural que lo tilda ya sea de complicaciones absurdas, o de simplismos sospechosos. El psicoanálisis se sostiene en ese complejo lugar y, en el mejor de los casos, no hace concesiones. Cuenta Fabián Fanjwaks en la entrevista que le realizamos que incluso en la universidad francesa París VIII el Departamento de Psicoanálisis se ve siempre amenazado de perder su lugar. Es un convidado de piedra, cuya palabra molesta. Este dossier ha zozobrado también haciendo temblar la línea de lo culturalmente esperado. En el peor de los casos, dará que hablar. La invitación al lector es, entonces, adentrarse en esa suerte de aventura de lenguaje para rondar en algunas de sus superficies y rasparse con algunas de sus espinas.

No había tiempo de citar a Sartre

Soledad Paula Croce (Lic. en Filosofía, investigadora)

"La hora del lobo es el momento entre la noche 
y la aurora cuando la mayoría de la gente muere, 
cuando el sueño es más profundo, 
cuando las pesadillas son más reales, 
cuando los insomnes se ven acosados por sus mayores temores, 
cuando los fantasmas y los demonios son más poderosos..."
Fragmento de La hora del lobo, de Ingmar Bergman

«Anoche fue la primera vez en mi vida que sentí que me iban a matar. Encerrado, tras las persianas del negocio, sin poder ver lo que pasaba afuera y con la tele como única conexión con el exterior, comencé a sentir pánico. Me llegaban los datos: están robando a tres cuadras de tu local, a dos, a una, a media y me harté de esperar el final. Me cansé de esperar a la horda, de sentir miedo, el cuerpo puede tolerar esa sensación solo un tiempo definido. Después de eso, se transforma en otra cosa. Estaba acorralado, sin escapatoria, sabiendo que si entraban era el fin. Y con esa angustia de “me van a matar” todavía palpitándome en el cuerpo, decidí dejar de esperar a que vinieran y salí a buscarlos yo». Este es el relato que da inicio a La hora del lobo, corto-documental realizado por Natalia Ferreyra sobre los hechos ocurridos la noche del 3 y la madrugada del 4 de diciembre de 2013 en el barrio universitario de Nueva Córdoba. Tales hechos se sucedieron en el contexto de un acuartelamiento de la policía de la provincia debido a un conflicto salarial. En base a relatos que esgrimen las razones que llevaron a los universitarios a salir a la calle, el documental reconstruye la atmósfera vivida en Nueva Córdoba. En menos de media hora, entre imágenes tomadas con teléfonos celulares, el corto nos traslada directo y sin filtros a la médula del conflicto: la caza de brujas ejercida por los estudiantes a todos los que suponían “saqueadores”.

La lucidez con la que se desarrolla el documental permite hacer foco desde donde se narra lo sucedido: la palabra de los estudiantes. Al escuchar el primer testimonio (citado más arriba), podríamos conjeturar que el carácter hipotético de la condición natural, definida por Hobbes como el estado de guerra de todos contra todos, adquirió cuerpo en ese diciembre convirtiéndose en realidad histórica. El estado de Naturaleza según Hobbes está principalmente definido por el miedo a una muerte violenta, siendo la violencia el máximo recurso y también el mayor peligro. Sin embargo, más que una dimensión pre-política en términos hobbesianos, si entendemos la política como una relación que surge de un entre, lo que se puede vislumbrar en el documental es una relación establecida entre los vecinos. De este modo, dada la ausencia institucional, el lugar donde restablecer el orden estaba bien claro: los vecinos saben quién es el enemigo, de quién hay que cuidarse, qué hay que proteger y a quién hay que destruir: “nosotros nos dimos cuenta que, sin la policía, acá era tierra de nadie. Entonces dijimos, si va a ser así, al primero que venga, chau. Entonces habían controles […] y al que no paraba se le daba”. No hay dudas, si no hay Estado, estamos nosotros, los vecinos.

A pesar de las múltiples lecturas que puedan realizarse, el documental está lejos de unificar o simplificar la mirada sobre el conflicto, y mucho menos de intentar dar una respuesta. Se presenta con la inteligencia de no pretender eliminar las aristas del tema. Desde esta perspectiva, La hora del lobo reconstruye cinco testimonios entre los cuales se encuentra el de un estudiante que pone en riesgo su vida, al decidir proteger a un joven que estaba siendo golpeado por una masa desenfrenada y frenética. En diálogo con la directora, comenta: “me dijeron que hubo un chico que bajó a la calle y defendió a alguien… y en un primer momento pensé: la película es el relato de él y el relato de Agustín (el primer testimonio), pero corría el riesgo de transformar todo en un héroe y un antihéroe”. Sin embargo, al incluir otros testimonios, el corto evita la obviedad de un antagonismo o polaridad.

En relación al montaje, la directora nos cuenta que lo primordial era recrear la atmósfera de esa noche por lo que, en el guión, el sonido de las filmaciones iba a ser preponderante. Siempre supo que no haría ninguna modificación técnica ni de archivos ni de planos. Quiso ir al campo de entrevistas con la menor cantidad de artefactos posibles, y que la luz se iba a usar si era estrictamente necesario. No usó maquilladores, ni vestuaristas, pero sí le interesaba que en algunas escenas se viera el dispositivo. Los cortes en negro tienen que ver con mostrar que uno está editando. La mayor dificultad, según Ferreyra, fue salir del registro periodístico.

Otro de los aciertos a partir del cual el documental logra construir una visión enriquecedora sobre una temática tan compleja, es el lugar que ocupa la directora como entrevistadora. Por un lado, se deja al descubierto el mecanismo de una entrevista y, por otro, ocupa el lugar de quien escucha, del testigo, sin que exista muestra de intervención alguna. Esta metodología de construcción narrativa aporta a la complejidad del relato. De esto da cuenta Natalia Ferreyra, cuando expresa su sorpresa ante la empatía que generó el documental tanto en quienes defenestran los linchamientos como también en quienes los defienden.

Quedan resonando las palabras finales del último testimonio, el cual hace hincapié en que se siente juzgado por las ramas intelectuales que enjuician detrás de las cámaras y de los libros (ironizando paradójicamente que esto debe ser porque ese día las librerías quedaron intactas). El problema, dice el estudiante, es que no había tiempo de citar a Sartre y los libros nada dicen de lo que hay que hacer cuando llega la hora del lobo. Cuando de comportamientos y hábitos se trata, no resulta fácil ver ni decir, principalmente porque sus contextos varían y difieren. De alguna manera, los actos son esperados según los contextos en los que se dan y es aquí donde empiezan los problemas. A su vez, tales contextos parecen no depender de decisiones individuales, sino de representaciones socio-políticas que debemos indagar una y otra vez. Surgen así, inevitablemente, preguntas sobre la herencia de la Reforma Universitaria de 1918, sobre los mitos constitutivos de la Córdoba contemporánea, la Córdoba rebelde, la democrática, mito de la clase media progresista de aquella primera generación de hijos de inmigrantes. La hora del lobo tiene la virtud de visibilizar el arribo de una violencia de la que todavía nos cuesta hablar.

Realización

La idea de un corto documental surge de un posgrado en Documental Contemporáneo de la Escuela de Ciencias de la Información de la Universidad Nacional de Córdoba. La película quedó seleccionada en la muestra de cortos del Festival de Cine Independiente de Buenos Aires (BAFICI) 2015. Idea y Realización: Natalia Ferreyra. Producción: Ana Lucía Frau. Cámara: Facundo Moyano. Montaje: Gisela Hirschfeld. Tutoría del Proyecto: Pablo Brau y Federico Robles.