Crónicas de ceuloide #5

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La nueva película del uruguayo Federico Veiroj (hacedor de esa pequeña joya que es La vida útil) está filmada en España, en Madrid para ser más precisos, y renueva la apuesta de Veiroj por un cine que busca la belleza, que se detiene en ciertos detalles para crear una forma y un relato que generan siempre un camino de aprendizaje y que acompaña a sus personajes. Peluca anda por los treinta y pico y no parece haber resuelto la vida según el plan familiar. Tiene un trabajo impreciso e informal, no logra recibirse en la carrera de Filosofía que cursa desde hace demasiados años, y para colmo de males está enamorado de su prima. Pero lo más importante, desde donde se articula el relato y se desatan los cambios que vendrán, es que Peluca quiere apostatar, borrar su registro de bautismo de la base de datos de la Iglesia, abandonar la institución. Pero lo que debería ser un trámite, termina siendo mucho más complicado e implica un periplo por dependencias eclesiásticas y despachos de funcionarios del gobierno, que en vez de ayudarlo hacen todo por impedir que logre su cometido. En medio está la película; la magia de Veiroj consiste en lograr una reflexión genuina sin ánimos de mover la estantería teológica, sino para mostrar el devenir del deseo y las preguntas que atosigan a su protagonista por su lugar en el mundo, y también en encontrar y saber mostrar a partir de recursos propios, de movimientos originales de su cine que ya son marca registrada (el uso de la música siempre anacrónica e incidental, movimientos de cámara que despiertan una sonrisa, y un poco de fantasía, porqué no…), expresiones que solo pueden ser dichas en el juego del lenguaje del cine que él mismo se ha inventado, y que siempre, pero siempre, son una especie de acto de amor.

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Los Pibes de Jorge Leandro Colás, aborda una realidad poco visitada por el cine, de la que se habla mucho en TV y en las conversaciones de los aficionados, pero de la que se sabe muy poco: la de los encargados de armar los equipos de las ligas inferiores de los clubes de fútbol, en este caso, de Boca Juniors. Tal como lo hiciera con su primer trabajo, Parador Retiro, el documental se propone como observacional, su director no interviene en directo, sino más bien posa la cámara y deja que las cosas transcurran delante de ella. Como resultado, vemos el trabajo de estas personas a lo largo de varias jornadas y en diferentes circunstancias, ya acostumbrados a la cámara, como si esta no existiera. Y allí reside lo más valioso del trabajo de Colás, pues lo más interesante está en los destellos de cada uno de ellos, en los breves momentos en que cada uno de los que se registran actúa de alguna manera reveladora e inesperada. En las conversaciones, chistes que se dicen por lo bajo, en las charlas al odio de los pibes en cuestión, se gestan pequeños instantes justos para la cámara que pintan a los actores de pie a cabeza. Vemos en acción el mecanismo de una institución/empresa de un tamaño sideral y que representa los sueños de miles de niños (en las estadísticas, llega a primera división 1 de 40.000 aspirantes), también cómo se vende y cómo vende el amor al fútbol. Vemos a los niños impulsados por sus padres en colas interminables para probarse aunque sea una vez, y a muchos con eso ya les alcanza. Cobra dimensión así el fútbol como deporte omnipresente y sueño de generaciones y generaciones, desde un lugar pequeño, humano, y como dice su director, imperfecto.

 

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Un clásico de los festivales argentinos es el director japonés Takeshi Beat Kitano. Está de regreso en Mar del Plata con una comedia que fue festejada en la proyección. La película se encamina por el absurdo, y no para en su escalada hasta un final delirante. Un grupo de viejos amigos yakuzas, que en los viejos tiempos dominaban su barrio a fuerza de violencia y miedo, se reúnen ya ancianos para volver al ruedo. Cada uno de ellos posee una característica que lo identifica, como en los grupos de súper héroes, cada uno tiene su habilidad especial. Pero las cosas no son como antes, y el mundo mismo se les revela en ocasiones incompresible. De no tener nada que hacer, y a fuerza de equívocos, terminan luchando en contra de una empresa multinacional, en una escena final sangrienta pero hilarante, un encuentro de combate entre los mafiosos dispuestos a todo y los ejecutivos, también asesinos a su modo. En medio, la relación entre el líder de la banda y su hijo, que trabaja en la empresa en cuestión, es el núcleo dramático que estructura el relato, disparatado, pero relato al fin, aunque sea como en muchas de las comedias de Kitano, más un compendio de escenas, de gags y de momentos de humor físico que otra cosa.

Crónicas de celuloide #4

Crónicas de celuloide #4

Seguimos en Mar del Plata con las crónicas de lo que vamos viendo en el XXX Festival Internacional de Cine

Por Matías Lapezzata

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Esta mañana volvió el frío a Mar del Plata. Nada de playa para los contingentes de turistas que deambulan por doquier y habitan todos los hoteles. Es raro que no incluyan en los paquetes de viajes programados las actividades del festival. Sería un buen programa, pero parece que a los comerciantes del ocio no se les ocurre. Sí se les ocurre a muchos otros asistir a las 9 AM al estreno de El precio de un hombre, proyectada hoy en el Auditorium en competencia internacional. La película de Stéphane Brizé está protagonizada de manera excluyente por Vincent Lindon, quien interpreta a Thierry, que al comienzo de la película está sin trabajo, en una entrevista con una agente del gobierno la cual administra las nuevas posibilidades laborales que tiene. Podríamos pensar El precio… en relación directa a El arrullo de la araña, la película de Campusano presentada hace unos días. Pero no es una relación directa, ambas tienen como tema el trabajo, pero desde diferentes perspectivas. Si esta última se encargaba de construir un micro relato de las relaciones de poder que se establecen entre los empleados de una ferretería y su patrón, y de cómo el abuso de poder termina por doblegar y enfrentar a los mismos empleados (supuestamente libres para decidir qué hacer), la película de Brizé adopta una visión que circunscribe el problema a una lógica aún mayor, la del capital y de cómo el sistema laboral propuesto para cualquier persona de clase obrera termina por enfrentarlos también con sus convicciones y sus compañeros. Thierry tiene una familia, una esposa y un hijo con los que comparte pequeñas alegrías: comen y beben juntos, van a bailar. Pero el resto del tiempo, Thierry se la pasa en entrevistas con el gobierno solucionando cuestiones burocráticas para acceder a un empleo. Filmada con planos distantes y medios, siempre el tono está centrado en Lindon, quien se mantiene calmo y acepta las condiciones que de a una se le van imponiendo en pos de recuperar un salario. Finalmente, cuando consigue un trabajo como vigilante en un supermercado, se verá de a poco en una posición en que todo estará en juego nuevamente, y lo que era una solución comienza a ser un problema. Ascender en su trabajo puede significar eventualmente estar en contra de sus compañeros. Es un regreso discreto sobre un tema que no propone novedades en materia cinematográfica, pero que se hace cargo de un llamado a la consideración del otro, un tema nada menor en la Francia de hoy.

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Se repite en todos lados que lo mejor del festival está en los márgenes. El límite preciso es el de las competencias oficiales, por fuera de eso, todo puede suceder. Y sucede, porque las películas que coexisten allí son de una variedad total. En cambio, en la competencia internacional por ejemplo, no parece haber lugar para la experimentación, el riesgo o propuestas que se desmarquen categóricamente de las producciones más convencionales. El mismo Martínez Suárez, director del festival, así lo enuncia. De todos modos la riqueza de propuestas del festival se puede constatar día a día, en un trabajo que lideran Fernando Martín Peña como director artístico, y Cecilia Barrionuevo, Marcelo Alderete y Pablo Conde como algunos de los programadores más importantes del grupo enorme de gente que trabaja para esta y todas las ediciones. El trabajo de Peña es crucial en alianza con Martínez Suárez en lo que refiere a los programas que el festival lleva adelante desde hace algunos pocos años en materia de retrospectivas y recuperación de materiales fílmicos argentinos, en pos de la restauración de un patrimonio diezmado por el descuido y la desidia de otras gestiones.

Todo esto para decir que se presentó la película de uno de los invitados especiales del festival, Atom Egoyan, director nacido en El Cairo, pero que trabaja desde siempre en Canadá. La obra en cuestión se titula Remember, y está muy lejos de representar la potencia de su autor si la comparamos con trabajos anteriores como Exótica (1994) o El dulce porvenir (1997). El mismo Egoyan, al presentar la función, comentaba que es su película más lineal. Y aunque está filmada con maestría, se nota el corsé de un guión de hierro con pequeños trucos propios de la industria norteamericana, en donde se mantiene engañado al espectador a favor de un factor sorpresa que reestructure lo que ha visto. El caso es que las pretensiones del filme están claras para el mismo director, que sabe que ha realizado más un trabajo clásico con una apuesta muy fuerte a una idea original de un joven que escribió por primera vez una película, inspirado en el hecho de que es poca o nula la memoria del pueblo estadounidense sobre las consecuencias de la guerra de Vietnam. Pero es la Segunda Guerra Mundial el tema que la película trata, de modo tangencial, pero revisando los traumas y las consecuencias inesperadas (y en esto vemos la marca de Egoyan, al ser el trauma el motivo de todas sus obras) que la Historia desata encarnada en las personas individuales y en pequeñas comunidades. Remember es un thriller en cámara lenta, pues sigue el derrotero de un anciano con demencia senil que se escapa del geriátrico donde vive, con el fin de encontrar al soldado nazi responsable del asesinato de toda su familia en Auschwitz. Bajo una nueva identidad muchos soldados de Hitler emigraron a EE. UU. El soldado que busca Zev Guttman, interpretado por el gran Christopher Plummer, está oculto bajo un nombre que señala al menos cuatro inmigrantes alemanes, y las visitas a estas cuatro personas son las piedras de toque para su viaje con ánimo de venganza.

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Mountains May Depart del chino Jia Zhangke, era una de las películas más esperadas por la cinefilia más dura. Como siempre en sus trabajos, Zhangke aborda a partir de las vivencias y consecuencias directas sobre las personas, la expansión capitalista de su país. La historia comienza en 1999, cuando Tao, una joven mujer de 25 años que atiende un pequeño negocio familiar, debe elegir entre dos de sus mejores amigos, quienes le declaran su amor. Por un lado, Zhang avanza de manera prepotente sobre su amiga, impulsado por un poder adquisitivo que crece, pues le va bien en sus negocios. Por otro lado, y con una actitud más pasiva, Liangzi, quien es empleado en una mina de carbón, espera por la decisión de Tao confiado en que la estupidez propia de su amigo y la sed de dinero, lo alejarán sin que haga nada de su amiga, quien finalmente elegirá a uno de ellos. Y allí, la historia da un salto al año 2014, y luego otro al 2026. No importa tanto lo que suceda con sus personajes, solo diremos que la historia termina en Australia y que Zhangke mantiene siempre un cariño por todos los protagonistas, generando empatía por ellos con el espectador, y que maneja recursos, especialmente musicales, que articulan una narrativa con formas propias y puras del cine, pensar por caso el comienzo y el final con el hit de los 90 Go West, de los Pet Shop Boys. Sin embargo, las cosas no están del todo bien, y una vez más, como en todos sus filmes anteriores, somos testigos de cómo el tiempo opera sobre los individuos con una incidencia concreta y tremenda sobre ciertos aspectos de sus vidas, y de cómo muchas veces se elige a favor de algo en lo que se cree, sin vislumbrar la posibilidad del fracaso total.

 

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Favio, la estética de la ternura, es el segundo y último trabajo documental que se presenta en el festival sobre Leonardo Favio. Y al contrario del anterior, la apuesta que hace aquí la dupla venezolana a cargo, Luis y Andrés Rodríguez, es la de construir un relato cuya puesta en escena supere la convención de un montaje basado exclusivamente en la filmación de entrevistas. Incluso los planos elegidos para esas ocasiones tienen su vuelta. La cámara se acerca tanto que solo vemos el rostro de los que hablan, como si fuera un exceso de registro para captar una voz, los rostros parecen salir de la pantalla; pero es allí justamente donde ya hay una apuesta en términos audiovisuales concretos. Hablan Favio, su hermano, su hijo, productores, músicos, su mujer, colaboradores, críticos, en fin, un sinnúmero de personas que estuvieron ligados a su trabajo a lo largo de todos los años en que filmó. Y la apuesta se redobla al componer un montaje que pone en relación imágenes de sus películas con recreaciones ficcionales que soportan y otorgan nuevos sentidos a las palabras, buscando una relación que las pondere y eleve en una nueva búsqueda poética.


Crónicas de celuloide #3

Crónicas de celuloide #3

Desde Mar del Plata, y como todos los días, nuestro secretario de redacción nos envía un resumen de todo lo que sucedió durante la cuarta jornada 30° Festival Internacional de Cine de la ciudad más felíz de Argentina.

Por Matías Lapezzata*
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La primera proyección del día de hoy correspondió a Mecánica Popular, la nueva película del director argentino Alejandro Agresti, que compite en el certamen internacional y que fue proyectada en carácter de estreno mundial. Agresti es argentino pero no filmaba en nuestro país desde hace unos años, pasó incluso por Hollywood (dirigió allí La casa del lago), y está de vuelta con dos películas nuevas bajo el brazo. La que nos ocupa aquí se realizó en dos meses, un tiempo bastante corto para cualquier proyecto cinematográfico (aunque ya dijimos que El arrullo de la araña de Campusano se había filmado en una semana…), y que impone las condiciones materiales que se aprecian en el filme mismo. Una única locación y un número pequeño de actores. La historia transcurre en tiempos paralelos entre una noche de tormenta en que un prestigioso editor regresa a su oficina para matarse, harto de su trabajo y cansado de publicar libros vacíos, y la mañana del día siguiente en la misma oficina. Por la noche, el edificio de la editorial está habitado sólo por García, el guardia del horario nocturno. Pero esta noche se encuentra también Silvia, una joven mujer que se aparece en el momento justo en que Zavadikner está por apretar el gatillo. Silvia se ha escondido con el fin de interceptar apenas pueda al director, y reclamarle la lectura de una novela que enviara para que se publicase. A partir de allí comienza un juego dialéctico sobre qué publicar, cómo hacerlo, qué es buena literatura y cuál el estado de cosas actual en el mundo editorial, del que participará ocasionalmente García en representación de una clase y un saber popular, que lo diferencia de sus sorpresivos, burgueses e intelectuales compañeros nocturnos. Podríamos decir que toda la película, salvo por un par de escenas, es una gran discusión, y que ese es todo su problema, pues los actores parecen declamar un guión que siempre les lleva la delantera, en un juego y entrecruce de conceptos uno mayor que el otro, cada vez más grandes, hasta que ya nada del cine importe y solo quede en exposición una idea que no viene al caso. Hay que reconocer de todas maneras la pericia de Agresti para filmar en un espacio cerrado, siguiendo el deambular frenético de Zavadikner borracho y creando siempre recursos para ampliar el horizonte de la mirada y nuevos puntos de vista para cada plano.

 

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La siguiente película, La luz incidente, también es argentina y participaba de la competencia internacional. Ariel Rotter, su director, comentó en la presentación que todo el universo que se recrea en el filme está ligado a su propia historia familiar. Puede ser un dato sin importancia, pero el tono de la película hace pensar en sus palabras. Drama intimista ambientado en la década del sesenta (unos años poco visitados por la cinematografía nacional), expone el duelo y sufrimiento de una mujer madre de dos pequeñas niñas, que acaba de perder a su marido y a su hermano en un accidente automovilístico. Entre el deambular lacónico por su departamento revisando cajones y tomando pastillas que le administra su mucama y las visitas de su madre que la anima a comenzar una nueva vida, Luisa conoce a un hombre de su edad, sorprendentemente soltero, que se enamora de ella y comienza a cotejarla sin darle respiro. Es una película extraña, porque parece suspendida en algún lugar por fuera de toda realidad, y quizás es esa su virtud, pues nos instala de lleno en algo que no puede ser dicho, el dolor de Luisa no puede expresarse ni en sus propias palabras, su familia desapareció de golpe y al enterarse del accidente, un estado de shock le impidió formar parte del ritual de despedida. La sutileza en el manejo de la información se nos administra en dosis homeopáticas y a partir de juegos de sentidos, y en esto que algunos ven una virtud de Rotter como cineasta, nosotros apelamos a los exagerados diálogos de Mecánica Popular, para decir que no siempre menos es más, a veces por acumulación de mínimas expresiones se termina por crear un universo en una escalada de sentidos que exigen haberla resuelto de una sola vez y sin tanto artilugio intelectual. El caso es que terminamos sin saber por qué asistimos al sufrimiento de Luisa, o quizás solo sea para disfrutar de la interpretación de Érica Rivas, una actriz enorme y cada vez más presente en la filmografía local, pero eso no alcanza.

 

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Uno de los focos del festival está dedicado el cineasta austríaco Gustav Deutsch, quien está aquí en calidad de invitado especial para dar una master class el próximo viernes 6 de noviembre. Deutsch trabaja desde sus inicios con un método denominado en la jerga cinéfila como found footage, que consiste en trabajar con registros audiovisuales de otras personas y realizados con otros motivos, para armar una especie de collage audiovisual y lograr una película con un nuevo sentido, resignificando las imágenes utilizadas y dándoles un nuevo contexto y otra intención. Hoy se proyectó su segundo trabajo, Film ist a girl & a gun, que parodia un viejo dicho de Griffith que Godard supo reinterpretar muy bien a su vez. “Para hacer cine solo hace falta una chica y un arma”, reza esta máxima en una expresión de simpleza que no se condice para nada con el experimento de Deutsch. Efectivamente, la película comienza con una mujer y una escopeta, disparando y haciendo gala de una puntería extraordinaria. Lo curioso es que se trata de una filmación de los primeros años del siglo XX, y a partir de ahí se contará la historia misma del mundo, de su creación y desarrollo con citas de las más diversas fuentes, pero siempre de material antiguo y casi preferentemente pornográfico (y mucho de él proveniente del archivo del Instituto Kinsey de Estudios sobre Sexualidad, Género y Reproducción), pues Eros es quien desata el acto creativo y el magma de la primera sustancia cinematográfica. Toda la película respira a partir de cuerpos que se encuentran y someten y entregan en todas las circunstancias posibles, en un montaje que los pone en relación directa con material científico e imágenes de los procesos de nuestro planeta Tierra. El critico estadounidense J. Hoberman dice que Deutsch posee un sentido de la imagen en movimiento como una forma de magia sexual, y parece estar en lo cierto.

 

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Para terminar el día y habiendo varias opciones, optamos por una no tan recomendada en los pasillos del festival. Efectivamente, 11 minutos no es la gran obra que podría esperarse de un cineasta de la trayectoria y edad de Jerzy Skolimowski. Pero esto parece importarle muy poco al mismo director, que ha realizado un sorprendente ejercicio de estilo y montaje cinematográfico. El título hace referencia a los 11 minutos en que se desarrolla toda la acción de la película, en su tiempo diegético claro, solo que está desmontado en numerosas partes a modo de relato coral, conformando un entramado de situaciones que conducen de manera frenética y cada vez a mayor velocidad a un único punto final en donde se resuelve de manera explosiva y fatal esta secuencia que no da respiro. Es un filme de un preciosismo virtuoso, que juega con los ralentis y los planos enrarecidos, y lo más importante, que incluye rubias fatales. En el catálogo del festival se lo asocia a Di Palma, por el uso del espacio, y no es menor esta seña. Mirar 11 minutos es una experiencia que nos involucra como pocas películas de acción pueden hacerlo. El uso de coordenadas específicas y el modo en que las causas y los efectos más distantes terminan por adquirir un único sentido en un mundo caótico, no solo atrapa en una escalada de final tremendo, sino que terminan por cuestionar, aunque esto sea más un guiño canchero que una reflexión en un sentido profundo, la realidad de una imagen. Según Jerzy Skolimowski, quizás no seamos, el mundo entero digo, más que un pixel muerto.

 

*Crítico de Cine y Secretario de Redacción de Deodoro.

Crónicas de celuloide #2

Con ustedes un resumen de la tercera jornada del Festival de Cine de Mar del Plata desde la mirada del cordobés que más y mejor entiende sobre el séptimo arte.

Por Matías Lapezzata*

La tercera jornada del festival encuentra a todo el mundo un poco más contento. Los desajustes propios de un comienzo vertiginoso se van acomodando para que el sistema que regula la dinámica de los cinéfilos fluya sin mayores contratiempos. Las quejas siguen repartiéndose en partes iguales, pero no tienen que ver tanto con el festival como con el modo en que es posible conseguir entradas y organizarse para elegir qué ver, entre centenares de películas, en una semana.

 

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Sin prisa pero sin pausa, por aquí seguimos visitando a gusto todo lo que quisimos, y eso significó comenzar temprano por la mañana con El abrazo de la serpiente, del colombiano Ciro Guerra. Proyectada en el marco de la Competencia Internacional en la sala Teatro Auditorium, la más bonita de todo el entramado de salas que utiliza el festival, la película está basada en los diarios de viaje del etnólogo alemán Theodor Koch-Grunberg (1872-1924), y reconstruye el periplo en busca de una planta sagrada que este científico de principios de siglo realiza bajo la guía de Karamate, un aborigen solitario que vive en medio de la selva, creyendo que es el único de su pueblo que continúa con vida, luego de que los blancos aniquilaran a todos los suyos en nombre de la empresa expansiva del caucho. El filme tiene momentos de gran belleza, pues está filmado en la selva y logra por momentos captar aquello que se predica en el guión de manera un tanto grandilocuente, que la selva es misteriosa y puede devorar a un humano si no se actúa con el debido cuidado. Pero no deja de ser una mirada extraña del hombre blanco (¡gran paradoja!) el modo mismo en que la película se concibe, pues al contrario de lo que cabría esperar, la cámara se pone siempre por delante de sus personajes, logrando que todo lo que se enuncia en tono de sabiduría milenaria parezca más una creencia ingenua, o algo que se dice a la fuerza porque lo exige el personaje. Con escenas tremendas y con una fallida cita homenaje a Apocalypse Now, si es que no se incurre directamente en el plagio de aquel momento de la película de Coppola en que se muestra al coronel Kurtz como amo y señor de un universo desquiciado, el filme termina siendo fallido en su afán por defender a los pueblos originarios desde una mirada extranjera.

 

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También se proyectó, dentro de la competencia internacional, El fútbol, del brasileño Sergio Oskman. Este es un documental que narra el encuentro luego de 20 años sin verse, de un hijo que vive en España con su padre, en Brasil y en los días en que transcurrió el mundial de fútbol de 2014. Lo más curioso es que el mundial mismo queda en un fuera de campo casi absoluto. Si bien Sergio insiste a su padre para asistir a algún partido, este alega que no tiene tiempo, que debe trabajar y no puede darse el lujo de perder un día de laburo por asistir a un partido de fútbol. Sin embargo, el padre parece tener un conocimiento erudito de la historia del deporte del balompié, pero no ha vuelto a la cancha desde el año 1979, última vez en que asistió con su hijo y antes de que dejara a su mujer para vivir durante trece años en un hotel. Regido por la lógica del desencuentro, de los silencios y del tiempo que ya no se podrá recobrar, Oskman construye el retrato de un vínculo en el momento justo en que desaparece para siempre la posibilidad de reconstruirlo. Es una película, tal como decía un crítico amigo, que no aporta nada a la cinematografía actual, pero no deja de ser interesante en tanto se muestra honesta y sin pretensiones más allá de sus propios límites.

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La tercera película de la jornada fue más bien como un recreo. Filmada bajo el concepto tan falto de imaginación como lo es el documental de cabezas parlantes, Favio: crónica de un director, cobra valor al tratarse de uno de los más grandes cineastas argentinos de todos los tiempos: Leonardo Favio. A partir de una entrevista inédita que le realizara el propio director Alejandro Venturini, y de los relatos filmados especialmente y a lo largo de cuatro años a diferentes personas que trabajaron junto a él, se recorre su vida y su obra cinematográfica completa. Son especialmente conmovedoras las palabras de su hermano Jorge Zuahir, que lo pintan de cuerpo entero, y las de Edgardo Nieva, quien ideara el proyecto para el filme Gatica, el Mono, que también protagonizaría luego de un acuerdo mefistofélico con Favio. No es una gran película, pero la figura y la evocación de Favio alcanzan para salir del cine con el imperativo de revisar toda su filmografía.

 

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El final vino de la mano del Sono Sion, a quien mencionáramos ayer. Fuera de competencia en la sección Autores, se proyectó Love & Peace, y por primera vez el festival parece chispear y adquirir su verdadera razón de ser, pues esta película no se parece a nada. El protagonista, un joven apocado, paranoico e introvertido que trabaja como empleado en un lugar donde es hostigado permanente, compra una tortuga de agua a la que le relata sus deseos de convertirse en rock star y le dedica su amor. Pero un día tiene que deshacerse de ella, y la tristeza lo invade al punto de volverse loco. Pero estas líneas no alcanzan a describir la maestría de Sion, que a partir de un relato completamente disparatado, de repente nos deja instalados en un universo donde los juguetes tienen vida en algún lugar subterráneo de la ciudad, donde la tortuga se ha vuelto mutante y crece desmedidamente y compone canciones para nuestro protagonista, que ahora es una despiadada estrella del rock and roll. Delirio visual y temático, originalidad y un pulso narrativo frenético confirman a Sono Sion como un cineasta fuera de serie.

 

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*Crítico de Cine y Secretario de Redacción de Deodoro.

Crónicas de celuloide

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Crónicas en celuloide

Desde hoy y durante toda esta semana vamos a estar publicando en la web de Deodoro las crónicas de nuestro enviado especial, Matías Lapezzata, quien nos comparte sus reflexiones sobre el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata.

Por Matías Lapezzata

La segunda jornada del XXX Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, llegó a su fin coronada con la proyección de uno de los grandes exponentes orientales de hoy, el cineasta Sono Sion, que presenta aquí dos de las cinco producciones que realizó en el último año. Las funciones de trasnoche son una verdadera fiesta cinéfila, y según se dice a viva voz, donde vive de verdad el cine. Pero este cronista, por lo pronto, ha optado por la mesura, pues las funciones de trasnoche no auguran un digno despertar para la primera función diaria de prensa, temprano en la mañana cuando recién va retirándose la bruma del mar.

El viernes el festival se dio el lujo de abrir su programación con la presencia del director de la película de apertura, el francés Arnaud Desplechin (director de Mi vida sexual, Cuento de Navidad, Reyes y Reina, entre otras), quien presentó fuera de competencia su última obra: Tres recuerdos de juventud. En esta película evoca los pasos de Paul Dedalus, el alter ego protagonista de casi toda su obra, a partir de tres períodos de su vida: infancia, juventud y adultez respectivamente. Desplechin afirma trabajar en sus producciones avanzando siempre sin darle lugar a la duda, y eso se aprecia, en este caso, en la firmeza y el modo en que se imprime cada plano en la pantalla, como un hecho en el mundo. La historia de Paul está acompañada de Esther, quien es en verdad, al decir del propio director, la verdadera protagonista. Novia de Paul desde la adolescencia, e interpretada por una actriz que “existe demasiado” (ella es puros ojos, mejillas y labios, dirá el director, quien destaca el virtuosismo de cada uno de sus actores, y en especial del gran Mathieu Almaric, que lo acompaña desde su ópera prima), aparece en cada momento para confirmar que Desplechin adora a sus personajes, y que trata con amor y sutileza, pero de forma lúdica, los materiales del cine. Sus filmes, y este no es la excepción, son un continuo de potencia, expresiones bellas de un mundo en donde la vida no lo es.

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La segunda jornada comenzó con la función de El arrullo de la araña, la nueva película de José Celestino Campusano (Vikingo, Vil romance y Fango, entre otras) quien estaba junto a su troupe de actores en medio de un paréntesis en la filmación que están realizando en el sur de la Argentina, acompañando la que sería la primera proyección pública, y también privada, pues nadie había visto el montaje final todavía. Realizada en una semana bajo el ala de Cine Bruto, la productora del mismo Campusano, y el Cluster Audiovisual de la Provincia de Buenos Aires, retrata la vida de un grupo de personas que trabajan juntas en una ferretería del conurbano bonaerense, bajo las órdenes de un patrón ridículo y miserable. El cine de Campusano posee rasgos que se mantienen filme a filme, que identifican a todas sus películas. Las locuciones de los personajes parecen transpolaciones del William Blake de Jim Jarmush, aunque él dice que son, más que escritura e interpretación actoral, transpolaciones de acontecimientos reales, vividos por las comunidades donde y con quienes él trabaja, y que por eso no escribe tanto cómo cambiar de forma lo que de verdad ha sucedido. Su cine entonces tiene algo de misionario, pues se propone mostrar aquello que no se ve, que no solo está por detrás del cine comercial e imperialista (en sus propios términos), sino que se corresponde también con experiencias de personas de determinadas clases y lugares, cuyas vidas no forman parte del discurso hegemónico, y no solo del cine.


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El cierre llegó con Canción de invierno, última obra de Otar Iosseliani, director de Georgia, pero que filma desde hace años en su exilio en Francia, quien no rodaba desde el año 2010. Una vez más, todos los motivos de su filmografía están presentes, y se puede constatar, como en los grandes directores, el hecho de que pareciera estar filmando siempre lo mismo, pero de diferentes maneras. Aquí la amistad entre los hombres es el núcleo desde el cual se articulan un sinnúmero de historias que pasean por la historia cruenta de la humanidad, pues sus actores/personajes van y vienen representando diferentes personajes en diversos momentos históricos. Elogio lúcido del ocio y del juego, alegato antibélico y con un humor que recuerda los filmes de Jaques Tati, es un filme más en la carrera de un director que nos invita a cada momento a beber, a comer, y a diseñar estrafalarios métodos de conquista amorosa.

 

Algunas insistencias y ciertas precisiones, por Sergio Schmucler

Fotograma de El fin de la Espera, de Francisco D'Intino

Fotograma de El fin de la Espera, de Francisco D’Intino

En Deodoro N° 57 publicamos una carta abierta del director Matías  Herrera Córdoba dirigida a Roger Koza (pero que interpela a la comunidad toda…) en torno al cine realizado en Córdoba.

Fue un puntapié inicial para abrir un debate necesario, cuyas dos primeras respuestas publicamos aquí, con la intención de que el diálogo continúe.

Lo que sigue es un párrafo inicial de la sustanciosa carta de Matías Herrera Córdoba .

“Cuando se publicó la nota de Sergio Schmucler en el diario de izquierda, sentí un alivio, algo estaba siendo cuestionado en Córdoba, se lo agradecí: por fin luego de tantos años se abría un debate, el primer debate del llamado «cine cordobés». Pero por su planteo descalificador hacia los filmes, los festivales, los críticos, etc., la reflexión fue escasa y mucha la opinión (…) Me cuentan que en el último Festival de Cine de Cosquín, en la charla sobre cine cordobés pasó algo similar a la repercusión de la nota (…) También me contaron que en la charla de Cosquín dijiste que El grillo era una película fallida”

Aprovechando el convite a escribir que me hizo la redacción, voy a hacer referencia a dos intervenciones realizadas en el mismo lugar y casi el mismo momento en que Roger Koza dijo
aquello de película fallida, que disparó la carta en cuestión. Mi intención es señalar algunas aristas que nos ayuden a dejar de lado las opiniones para entrar en el ámbito de la reflexión que, como bien dijo Herrera Córdoba, fue escasamente visitado en aquellas dos ocasiones. Supongo que nadie debería ofenderse: las confrontaciones éticas, estéticas, políticas o ideológicas
nunca son personales. O quizás sí. Antes, una apretadísima enumeración de lo que dije en aquella entrevista: 1. Que estaba en contra de la pasión festivalera. 2. Que consideraba que hasta el momento no hemos hecho ninguna película que podremos recordar dentro de unos años y que, en general, nuestras películas no abandonan cierta mirada adolecente. 3. Que no estaba de acuerdo con los criterios empresariales y comerciales que se montan sobre los subsidios nacionales. 4. Que consideraba que un grupo de críticos estaba haciendo lo que llamé la invención del cine cordobés.
Confrontando con mis cuestionamientos, una productora local aseveró que la diferencia de criterios que nos distanciaba era generacional. En otra intervención, se dijo que mis lamentaciones
constituían una pura negatividad que funcionaba como palo en la rueda de una industria que los cineastas cordobeses venían construyendo con mucho esfuerzo desde hacía una década.
Creo que la distancia entre mis puntos de vista y los que expresaron las intervenciones  no es generacional, ni tiene que ver con optimismos o negativismos, sino con una diferencia de posturas
estéticas, éticas y políticas. Tienen que ver con lo que pensamos sobre el cine, sobre la sociedad, sobre el sentido del arte y sobre el rol del Estado. Me explico a través de un ejemplo: una cosa es
pensar que el destino de una película es recorrer algunos festivales para después exhibirse en una sala dentro de un centro comercial y hacer negocios privados con subsidios públicos, y otra es
distribuir en circuitos alternativos y no especular con la posibilidad de ganar dinero aprovechando
que el Estado apoya la producción cinematográfica. Además, sugerir que plantear un punto de vista diferente, inclusive antagónico, es boicotear, implica, por supuesto, asumir que la idea dominante no admite controversias. Por otra parte, asignarle al cine cordobés un rango etario específico, más que un intento explicativo suena a estratagema mercadotécnica. Lo joven suma (garpa, se dice) a la hora de la valorización mercantil. Esto quizás explicaría la incomprensible costumbre de dejar de lado, a la hora de los recuentos de la producción local actual, a directores como Dintino (¡es aún más viejo que yo!).

Permítanme un último regreso a aquella tarde serrana. Un participante chileno comentó que en Iquique se está filmando mucho, pero que a nadie se le ocurría hablar de cine iquiqueño y menos
de un nuevo cine de Iquique. Lo dijo después de algunas intervenciones que, con notable tono cordobesista, parecían más actos de desagravio que argumentos frente a mis impertinentes
cuestionamientos.

Todos sabemos que decir “producción de cine en Córdoba” no es lo mismo que decir “cine cordobés” ni “fenómeno del cine en Córdoba”. Las dos últimas fórmulas presuponen, a mi
entender, un exclusivismo localista que impide reconocer que lo mismo ocurre, en términos proporcionales, en Mendoza, Catamarca, la Rioja, Salta, Rosario y un buen etcétera de ciudades y
que es gracias a la apertura federal del INCAA y la TV Pública propiciada por el gobierno nacional. En este marco, algunos hacedores audiovisuales y críticos locales, motivados por una optimista
sumatoria en la que se incluyen experiencias diversas (una revista de crítica, el cineclubismo, la presencia en festivales, la excelente performance taquillera de De Caravana en Córdoba, diversos
agrupamientos gremiales y (mini) empresariales, etc), parecen sugerir la idea de que sí ocurre algo excepcional en Córdoba. Algunos lo hacen con gesticulaciones típicas del empresariado hi-tec, y se imaginan frente a una floreciente industria que le dará de comer a miles de cordobeses. Otros, acompañando las novedades con críticas y comentarios siempre elogiosos. Otros, más discretos, simplemente sumergidos en el ejercicio de la alabanza mutua.
Insisto en opinar que de esta manera estamos construyendo, costura por costura, el traje del emperador.

Anexo

En Cosquín traté de aclarar lo que dije en la entrevista del diario de izquierda, les comenté a los críticos presentes que tenía la impresión de nunca haber visto o leído una crítica de alguno de
ellos que hablara negativamente de una película hecha en Córdoba y que, por el contrario, en general las llenaban de adjetivaciones positivas y alentaban el exitismo relativo a participar en
festivales (creo que en ese momento fue cuando Roger Koza, para refutarme, hizo un comentario que incluyó aquello de que, por ejemplo, El Grillo le parecía una película fallida). Varios
participantes del público comentaron que en todo caso esa suerte de operación amorosa no les parecía mal, que el cine cordobés era como un niño al que había que cuidar. Aprovechando
tal viento de cola, la productora de la diferencia generacional subrayó que, inclusive, los críticos eran parte intrínseca de la movida cordobesa. En ese momento creo recordar que también Koza la
interrumpió diciendo algo así como que el rol de la crítica no era andar acunando cines en formación.

A veces, pensé después, se hacen cosas sin saber que se están haciendo. Para resumir mi punto de vista, algunos quizás: quizás nos haría bien dejar de sentirnos especiales respecto al resto del país. Quizás deberíamos pensar menos en los festivales y más en consolidar circuitos alternativos. Quizás nos vendría bien pedirle a los críticos que abandonen (los que la tengan) la mirada condescendiente sobre nuestras obras, que sólo sirve para incentivar el cordobesismo, o (y esto es peor) alguna estrategia mercadotécnica.

Por último, algunos pienso: Pienso que las películas producidas gracias a subsidios estatales tienen que ser exhibidas de manera gratuita (¿cobrar no es, de algún modo, un ilícito ético?). Pienso que el estado provincial no tiene que hacer un polo audiovisual sino implementar una política integral de apoyo al cine (con ley mediante), fundamentalmente dirigida a la exhibición.

Pienso que, como en todo el mundo, las películas que hacemos en Córdoba encarnan alguno de los tres modelos sugeridos por Solanas y Gettino hace tantos años. Eso no sólo incluye las historias que contamos, sino también las distintas estrategias de producción y distribución que, por cierto, son tres maneras distintas de ver el oficio, la política, la cultura, la ética… en fin, la vida. Todo bien con las tres. Convivamos en paz.

La vil novela

La vil novela

Candelaria de Olmos

A 40 años de la primera edición de Vil&Vil, novela clave en la obra del escritor riocuartense, es momento de pensar una relectura sobre un trabajo en el contexto de su producción y su compleja crítica al mundo militar, a pocos meses del comienzo de la Dictadura.

En junio pasado se cumplieron cuarenta años de la publicación de Vil & Vil. La gata parida, la novela que Juan Filloy escribió en contra de las dictaduras latinoamericanas inspirado, según confesó años más tarde, en El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias. Filloy, sin embargo, fracasaba al querer emular al escritor guatemalteco: no solo porque su novela era más bien un alegato en contra del servicio militar, que uno en contra de los gobiernos de facto. También porque el alegato era errático, desprolijo y, sobre todo, peligroso. Sucede que si la novela de Asturias daba cuenta de la capacidad de un individuo (el dictador) para llegar hasta los sitios más recónditos de la ciudad y de los cuerpos y ejercer allí su cuota de insoportable violencia, la de Filloy daba cuenta de la habilidad de un individuo (un modesto conscripto) para acomodarse hasta los bordes fangosos del colaboracionismo a las demandas de un general golpista. El poder de uno solo para violentar a muchos que exponía Asturias devenía aquí en el poder de uno solo para salvarse a sí mismo y, también en su caso, violentar a muchos con un argumento tan parecido y tan endeble como aquel de la Obediencia Debida.

Inicialmente obligado a hacer de chofer y valet de su superior, el joven conscripto, a la sazón un estudiante de abogacía, acababa por mimeografiar documentos clandestinos, aprender contraseñas igualmente secretas, poner explosivos en lugares estratégicos y entregar paquetes cuyo contenido desconocía a sujetos para él también desconocidos. Y si en algún momento el propio personaje advertía su más o menos acelerado proceso de degradación moral –de “cretinización”, como él mismo lo llamaba– y asaltado por la culpa evaluaba la posibilidad de desertar, terminaba optando por obedecer como un “autómata” las órdenes de sus superiores y por actuar con el sigilo y la astucia que Homero le concedió a Ulises. “¡Máscaras!” –apuntaba al término de una misión cuyo cumplimiento lo transformaba en asesino– “Mi rostro también deberá acostumbrarse a ellas”.

Me gustaría poder decir que la conciencia autoral reservaba una mirada crítica para su personaje. Pero no: Filloy, tan acostumbrado a castigar con la muerte los desaciertos de sus criaturas –las aspiraciones anarquistas del Estafador; los excesos sexuales de La Potra y de Op Oloop, la vanidad intelectual de los pintores que aislaba, primero y exterminaba, después en aquella memorable novela titulada La Purga– dejaba impune al conscripto de Vil & Vil cuya humildísima cuota de resistencia lo volvía aun más deleznable. Y es que, en efecto, el modo como el joven lograba burlar la autoridad sin eludirla era convertirse en el amante de la mujer del general, curiosa forma de la venganza que no solo lo favorecía dispensándole placer erótico y sexual, sino que se dirimía en el espacio de lo íntimo-individual.

Su otra forma de rebeldía iba en el mismo sentido y era, en consecuencia, igualmente inocua: escribir no una denuncia, sino un diario personal en el cual registrar sus impresiones sobre los militares que, en ese espacio también íntimo, aparecían calificados de brutos, testarudos, oligofrénicos, jugadores, xenófobos, vagos y, ciertamente, cornudos.

Desde luego, fue esta poco favorable representación de los militares la que decidió, en mayo de 1976, a dos meses del golpe de Estado, el secuestro de la novela editada por la Imprenta de los Hermanos Macció, de Río Cuarto y la detención del autor en los cuarteles de Holmberg, próximos a esa localidad. Todo ello por disposición de Luciano Benjamín Menéndez. La historia es conocida: Filloy trató de embaucar a sus captores con sofisticaciones de profesor de teoría literaria y les dijo que todo lo que se decía sobre los militares en su novela era asunto del personaje y no suyo. Poco convincente, no habría sido ese argumento, sin embargo, el que puso al escritor a salvo de la cárcel y acaso también de la tortura, la muerte y la desaparición. En cambio, parece que pesaron su edad avanzada –tenía 80 años– y su carácter de figura pública –su octogésimo aniversario, de hecho, había sido motivo de profusos homenajes el año anterior y no hay que olvidar que, para entonces, el escritor de provincia había pasado ya por el mercado editorial porteño, la vicepresidencia de la SADE nacional y los almuerzos de Mirtha Legrand, sin contar con la fama definitivamente contundente que tenía desde hacía ya mucho entre los vecinos de Río Cuarto. Con todo, los militares lo sometieron a interrogatorios casi diarios durante un año. Eso también es sabido, como es sabido que al cabo de la reapertura democrática, doscientos ejemplares de la novela fueron recuperados a instancias del ministro del Interior, Antonio Tróccoli, y de las gestiones que a través de Omar Isaguirre, supo hacer la SADE filial Río Cuarto.

Lo que es menos sabido es que la novela había sido escrita mucho antes, durante la dictadura de Juan Carlos Onganía. De los cuatro originales que actualmente conservan los herederos, uno manuscrito y tres mecanografiados, el primero, el manuscrito, está fechado el 17 de abril de 1967.

En este punto caben dos hipótesis: una me parece más frágil o menos interesante y es que Filloy guardó la novela para editarla en un momento menos comprometido políticamente. Como en las tragedias griegas que tanto lo seducían, la prudencia fue en vano: el libro salió a la calle el 17 de junio de 1975, nueve meses antes de que los militares volvieran al poder. La segunda hipótesis es que Filloy guardó Vil & vil como pudo haber guardado cualquiera de sus otros libros, una práctica que parece haberle sido habitual: escribir, guardar, acumular, para después salir a publicar como en estampida. Es lo que hace sospechar ese largo silencio editorial que mantuvo entre 1939 y 1967 (entre la publicación de Finesse y la reedición que Paidós hizo de su Op Oloop). Es también lo que hacen sospechar las fechas consignadas en algunos de sus originales (como el de Vil & vil, que acabo de citar) y, en ocasiones, también su correspondencia privada.

Si es cierto que Filloy escribía y guardaba (“sacaba de la lata”, dijo una vez Susana Dillon) llama un poco la atención que el texto que publicara inmediatamente después de Vil & Vil fuera Urumpta, un ensayo histórico en el que, de hecho, incluyó una conferencia titulada “Balance enfático de Río Cuarto”, que había dictado en el Centro Comercial de esa ciudad, en 1966. ¿Por qué fue a “sacar de la lata” justo ese libro? Ocurre que en el mismísimo “Balance…” Filloy ensayaba una apología, un “Homenaje”, como lo titulaba, a la actuación de los militares en la zona: “considero –decía– que Río Cuarto está en deuda con su pasado. Permítanme que renueve una incitación de hace dos décadas. En la Plaza ubicada en la Avenida Sabattini, en ese Sur otrora de pesadilla, debe erigirse un monumento a la Campaña del Desierto. Un monumento probo, sin tilinguerías ni estilizaciones…” Cierto que los militares a los que aludía –“los pobres milicos trepados en los divisaderos”, decía más adelante– eran muy remotos, pero no dejaban de ser militares. Publicar Urumpta, renovar esa incitación también pasada, ¿era una estrategia para arreglar sus desprolijas cuentas con los militares que insultaba el conscripto de Vil & vil? Una carta de su correspondencia que está fechada el 28 de julio de 1978 hace sospechar que sí: el comandante en jefe de la Armada “saluda muy atentamente al señor Dn. Juan Filloy, y mucho le agradece la gentileza que ha tenido al enviarle, por intermedio de señor Dn. Horacio Esteban Ratti, su libro [Urumpta] con amable dedicatoria”. Firmaba: Almirante Eduardo Emilio Massera.