por Guillermo Vazquez
Hace exactos cinco años, Deodoro salía a la venta por primera vez. Y desde 2013, con un formato de revista distinto, sin columnas fijas, donde un tema (dossier) vertebra las primeras páginas. No es fácil elegir este tema, tampoco armarlo. Puede haber buenos temas pero no damos con quiénes los escriban. Aunque a veces hay temas imposibles de ser escritos –o al menos nosotros no concebimos sus escritores posibles– bajo una modalidad que no sea la obviedad, la corrección política o el academicismo abstruso protegido por citas. Otras veces la combinación posible de escritores y abordajes del tema no es la buscada: es como si algo sonara mal, desajustado, sin ensamble alguno (claro, sin tener el mérito de ser música atonal o poesía dadaísta).
Hoy la idea de una revista de cultura o suplemento cultural es, en general, pensada no desde las “artes” que participan en el mismo, sino desde el lugar en que ciertos “objetos” –les pido perdón por esta palabra, compañeros– son “tratados” (por ésta también). Todo esto sin contar, tema mayor, el litigio con los autores de los textos: sus reclamos, quejas, formatos innegociables –muchas veces con razón. Porque, como respondió Pepe Mujica a un entrevistador catalán, uno no es un rey que hace lo que quiere.
Los temas del dossier que hemos elegido en los anteriores números hasta acá varían en asuntos de coyuntura –y estructura– social y política (seguridad, tierra, urbanidad, periodismo) con otros más esperables en un suplemento cultural décadas atrás (cine, literatura, o el caso de este número 57). Siempre haciendo una apuesta, aunque no cerrada en sí misma, por la escena cultural cordobesa. Las muy buenas revistas Crisis, Paco o Panamá, o en nuestro medio la recordada La rana, cuentan con mucho talento y, sobre todo, con límites muy distintos a los nuestros. Intuyo que límites más acotados. “Objetos” como el porno producido en el conurbano, una furiosa crítica al massismo, la princesita Karina como sujeto cultural del kirchnerismo, y así.
Buena parte de esa impugnación de las jerarquías entre supuestas “alta” y “baja” cultura, fue legitimada como estética la denominada “poesía de los 90”, producida en pleno auge neoliberal sobre todo en Buenos Aires, pero también por tantos poetas de todo el país que hoy no pueden dejar de escribir como si aquella poética no hubiese producido una conmoción en la forma de escribir poesía. La “tribu” referida en Vencedores Vencidos –y sostenida en muchos poemas de esa generación– venía de un poema de Mallarmé. Los supermercados chinos se mezclaban con Ezra Pound, Leónidas Lamborghini o las consignas de las organizaciones de los 70. Un buen ejemplo de aquella época es el de la revista de poesía 18 whiskys (que tituló “Joaquín Giannuzzi anima tu fiestita” un especial sobre el poeta de Violín Obligado).
Siendo parte de una institución pública –también podríamos incluir a Anfibia, la revista de la UNSAM–, las cosas parecen complicarse un poco más para Deodoro. Muchas encuestas hablan –aunque convengamos que el sujeto de enunciación de las encuestas es, por lo menos, oscuro– de un “prestigio” inigualable de la Universidad Pública cordobesa, de una cierta legitimidad (científica, social, institucional) que podría tornar incómodo un proyecto como el de esta revista. Sin embargo, un signo de la época en que vivimos en Latinoamérica es que se han desacralizado –es decir, se les ha develado, como descubriendo un iceberg, su condición política– los que parecían mantos sagrados e infalibles: Poder Judicial, medios de comunicación, Iglesias, encuestadores, instituciones de diverso tipo –policía, AFIP, asociaciones empresariales, sindicales–. El sistema universitario, claro, no tenía por qué mantenerse afuera de ese proceso de politización. Diría incluso que la posibilidad de estar dentro de ese núcleo concebido políticamente fue una búsqueda del mismo.
El riesgo de correr esos velos son, creo, por un lado el cinismo y por otro la guerra: en estos dos casos, ninguna discusión es posible. Lo que también debería comprenderse es que tanto el cinismo (como desencanto absoluto o provocación sin mediación alguna), como la concepción de la cultura como una guerra que lleva al apartamiento de cualquier otro que no es uno, no deben ser cuestionados solo por motivos estratégicos o moralistas. La distancia con estos tenores es una ética que llama a no renunciar a una pluralidad que permita discutir; una ética que al fin y al cabo es un modo de ser, de estar: una manera de animar la fiesta.
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