Por José Playo en DEODORO de Enero, 2014
Cuando la Nelly sacaba la torta a la vereda, pasaban cosas. Yo era boludo pero no tanto, me daba cuenta. Primero la gente se arremolinaba sobre la mesa esperando que ella repartiera las servilletas húmedas y pesadas. Al principio había un respeto de turnos que hasta se podía confundir con camaradería, pero todo se iba al carajo cuando alguien daba el primer codazo, en respuesta al avivado que pedía doble ración para un supuesto amigo que estaba lejos de la mesa:
—¡No é pa mí, e pal flaco, loco!
El éxito de las tortas de la Nelly, entiendo bien ahora que soy grandecito, no radicaba en el punto del bizcochuelo —aunque hay que darle crédito a la textura y a la esponjosidad, endemoniadamente tentadoras—; lo que ocurría en esa esquina nada tenía que ver ni con la suavidad del dulce de leche rebajado con crema, ni con las chispitas de crocante: todos los que venían el sábado a ese córner de Bella Vista sabían que por tres billetes, además de la generosa porción, tenían una platea preferencial de las mejores tetas de aquél lado de La Cañada, cada vez que la Nelly se agachaba y las bamboleaba sobre la mesa.
A mí la Nelly me tenía cariño. Yo le daba una mano con el cobro, intentando manejar a una jauría hambrienta y empingada que, aún con los lienzos tirantes como inauguración de mástiles, se las ingeniaban para acomodarte algún que otro fiasco entre los billetes. Era un negocio de calle, la plata iba y venía rápido, y si no tenías cuidado te enchufaban hasta papel de cuete.
—¡Qué vasé falso, ortiva; é güeno, mirá: é pulenta!
Los sábados a media mañana el barrio se revolucionaba cuando la Nelly se inclinaba sensual sobre la mesa, y la platea masculina bullía esperando ver la tela de la camisa abrirse en una V generosa que de pedo cubría un cuarto de teta. Ancianos, jóvenes, niños; todos pedían que les hicieran lugar y vociferaban:
—¡Falto ió, Nelly! ¡A mí me saltiáste! Seguir leyendo
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