Por Emanuel Rodríguez en DEODORO de Enero, 2014
Se le muere el gato. Lo había acompañado 17, 18 años, ya no recuerda cuánto y en este momento lo que menos le importa es que la aritmética valide una verdad irrefutable, era su gato y ahora no sabe qué hacer. Cuando volvió de caminar, a media mañana, lo encontró agonizando. Diez horas más tarde, ha muerto. El patio es de mosaicos, salir de noche con una pala hasta la plaza podría despertar alguna sospecha indeseada. Entonces lo mete dentro de una bolsa del súper. El cadáver de su gato parece proclamar en un último gesto el idioma de su amistad y cae delicadamente en la bolsa, con un peso que parece misteriosamente más liviano que el que tenía el animal en vida, pocas horas atrás. ¿Qué se hace con esto? Sale a la calle, la noche lo impacta por un silencio descomunal, único, apenas roto por el ruido de una moto que se acerca. Mira a los costados, acaso en busca de que le aprueben su último gesto, su caminata fúnebre, su despedida sencilla. El viejo se ríe de pena y le pide al gato con una mirada cómplice que le consienta las ojotas, la camiseta sin planchar, el atuendo como de cualquier día. Camina la vereda. La moto se acerca y su ruido se hace cada vez más molesto. Él se detiene, mira la bolsa, Simón, morirte ahora, la puta que te parió. En la moto vienen dos, con casco y mochila. El que va sentado atrás estira la mano y prepara el cuerpo, se tensa y calcula la mínima acrobacia. El viejo siente el ruido, se da vuelta para corroborar el itinerario de la moto, la ve encima, se asusta, le manotean la bolsa, la moto se aleja. Ese es mi gato, dice.
Los que van en la moto son dos policías de civil. Están abriendo camino: van, rompen vidrieras, sacan algo, y dejan todo listo para que la gente entre y arrase. Están emocionados porque el resultado es más que aceptable: la anarquía les demuestra su poder. El que va atrás espera dos esquinas y revisa la bolsa. Es un gato muerto, le dice al que maneja. Es un puto gato muerto. Los dos empiezan a reírse. No lo pueden creer, les parece de una casualidad digna de un programa de televisión. Un gato muerto. No lo tirés, dice el que maneja. Que se sume al botín. Se imaginan llevándole al comisario dos camperas, 8 celulares, tres camisetas de fútbol y un gato muerto. La cara del comisario. Se imaginan la cara del comisario y comienzan a reírse. Se ríen tanto que no ven los restos de cubiertas quemadas en la esquina, una barricada que había estado en llamas hasta hacía un rato, y la moto pierde estabilidad, vuela un instante, y los dos policías vestidos de civil caen al piso, ruedan, putean, uno de ellos se fractura la clavícula y el otro alcanza a ver, mientras intenta recomponerse, cómo se acerca, a gran velocidad, un grupo de vecinos que parecen tener todos la misma cara, el mismo gesto de furia. Se quiere sacar el casco para explicar que son policías pero a la mitad del procedimiento recibe tres palazos en el estómago, dos en las piernas, se cae, y ya no puede contar cuánto le pegan en la espalda. Les sacan los cascos y las mochilas, les pegan más, entre muchos, y les gritan que se vayan, que salgan de ahí, que se las tomen. Los vecinos juntan el botín y se lo encargan a uno de ellos, que al otro día tendrá que llevarlo todo a la comisaría. Hay un gato muerto en una bolsa, avisa uno. Ponelo también. Devolvemos todo.
El que se llevó las cosas y el gato trata de resolver un dilema. Se probó las camperas y hay dos que le quedan, muy buenas las zapatillas, y uno de los teléfonos celulares parece que estaba liberado porque funciona con su chip. Hace dos días que se prepara para llevar todo a la comisaría, pero algo lo detiene, una fuerza poderosa, un convencimiento de que, en parte, él se merece eso, él se lo ganó defendiendo a sus vecinos y nadie va a venir a pagarle por poner el cuerpo, por arriesgar la vida. Leyó en Internet que algunos ladrones suelen sentir una tristeza inexplicable después del robo. Su hija ya le preguntó varias veces por el olor que despide la bolsa con el gato muerto, y él le dijo lo que le parecía más obvio: hay que devolverlo todo, por lo tanto el gato va a la comisaría. Sería la prueba irrefutable de que la devolución había sido total. Entonces separa las camperas, un par de zapatillas y un celular, envuelve el resto del botín en una sábana vieja y cuando agarra al gato, la bolsa escupe un olor repugnante. Él piensa un momento en esa palabra, repugnante, y piensa que es algo que podría decirse de las personas que fueron capaces de robarse todo, todo, hasta un gato en una bolsa, y junta fuerzas y levanta la sábana y emprende el camino hacia la comisaría. Al salir de su casa recibe los primeros aplausos de algunos vecinos, aunque otros no le dicen nada y él supone que están furiosos por la demora. Después se auto convence de que estuvo bien esperar a que se resuelvan las cosas, a que la policía vuelva a patrullar. Algunos le sacan fotos con el teléfono y le piden que salude. Un vecino le pregunta por la bolsa con el gato. Él se detiene, abre la sábana y saca la bolsa del súper. Huele horrible, pero hay algo en esa forma putrefacta que ordena el caos de la cuadra y confirma una moral victoriosa. Un ligero alarido de gloria acompaña el inicio de la caminata fúnebre. Sin embargo él no comparte esa euforia. Su hija lo mira y le pregunta qué le pasa. Parecés triste, le dice.
Le piden permiso al comisario para filmar la ceremonia de entrega. No. Le exigen al comisario que deje filmar. Ahora son la raza y la nación, son la gente. Saben que saldrán en el diario, en la tele, y esa certeza les vuelve la carne un poco más temblorosa, una ansiedad de protagonismo exagera sus movimientos. El comisario viene de tres noches sin dormir y los recibe como puede, los quiere despachar rápido, pero cuida las formas. Cuando ve el gato, se descompone, su cuerpo se curva como si perdiera tensión, y se retuerce en tres o cuatro arcadas. Cuando se recupera pregunta qué quiere decir, qué es ese gato muerto. No sabemos, le dicen. Lo traían los choros. Nosotros devolvemos todo, dice el que se había encargado de guardar las cosas. El comisario no quiere disimular que no entiende nada, pero sí quiere que se vayan lo más pronto posible. Los felicita, les agradece la conducta cívica, pero les recuerda que no deben hacer justicia por mano propia. Se arma una mínima discusión acerca del rol del Estado. Los vecinos se van, bastante orgullosos de haber custodiado las camperas, las zapatillas, los celulares y el gato muerto. El comisario llama a un oficial y le ordena llevar todo a los galpones en donde se está juntando el resultado de los allanamientos. Tire ese gato a la mierda, le aclara.
La bolsa está manchada por un líquido que no parece sangre, hay pelos, también, y el logo del supermercado aparece atravesado por aberturas en el nylon por donde asoman partes del lomo del animal. Tirada en un contenedor al lado de las vías, nada en esa bolsa recuerda la amistad, el amor, el cuidado de su dueño, que ahora sale a caminar, pasa por la plaza y mira de cerca los agujeros que las balas dejaron en la mampostería del bar, sigue unos metros más, analiza las persianas ultrajadas de la casa de ropa, pasa por el frente de la comisaría y va hacia las vías, siente la pestilencia, se acerca por las dudas, se asoma al contenedor. La luz del sol se posa sobre su gato.
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