Esas almas

Mariano Barbieri

En DEODORO Diciembre

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Hace algunos años, en una clase de teoría política de una universidad del interior del país, la profesora explicaba ante un grupo de chicos de dieciocho años qué era la república y cuál era la centralidad del Estado en la organización de las sociedades. Con las estructuras en tiza como una escalera deforme dibujada sobre el pizarrón, la docente se detuvo y preguntó: ¿quién tiene el poder? Y desde el fondo del aula semivacía, como en el último asiento de un colectivo, Facundo respondió: He-Man.

La democracia es, antes que todas las formas, poder. Sin poder, la democracia es un gesto de amabilidad, una toma de rehenes con vernissage. En el complicado equilibrio de libertad e igualdad, la democracia es –tomo palabras de Ricardo Forster– el nombre de una grieta en la estructura de poder (…) la democracia confunde lo que la riqueza y el nacimiento explican sin inconvenientes. Rápidamente: si la democracia no distribuye la riqueza material y simbólica, Facundo tiene razón.

El poder es impunidad: así lo definió el empresario Alfredo Yabrán en una nota que le hizo Mariano Grondona, más o menos dos décadas atrás. Certero, conocedor de su contexto, pez en el agua durante la venta de garaje que fueron los últimos años del siglo pasado. Durante varios gobiernos democráticos, vimos cómo detrás de las defensas a la estabilidad, al orden y la propiedad privada por sobre todos los demás derechos, se atropellaban las pretensiones de igualdad y distribución. El poder era, sin dudas, impunidad. Y el Estado significaba, cuanto mucho, el monopolio del uso legítimo de la fuerza para cuidar ese orden establecido. Represión.

Del otro lado –o del mismo lado– la palabra. Los medios de comunicación funcionaron y funcionan aún hoy en sus formas hegemónicas como el traductor que convierte en intereses universales a los intereses particulares de los grupos empoderados (¿recuerdan el famoso minuto a minuto del Riesgo País o las transmisiones en vivo de asaltos o robos con rehenes? ¿La más cercana salud de la presidencia y el síndrome de Hubris? ¿El “prefiero la cárcel al odio y la descalificación” de Morales Solá?). Romper con esa manipulación (o diversificarla, para los más escépticos del oficio del periodista) es darle contenido a la palabra democracia. La ley de medios y servicios audiovisuales es democracia. Es asumir el poder, para redistribuirlo.

Pero las cosas no suceden solas. La extraordinaria politización de los últimos –digamos doce– años en la Argentina, puso a la argumentación y a la acción política en el centro de la escena. Nunca antes como ahora se consolidaron tantos derechos y libertades civiles. Con ausencias enormes, significativas y dolorosas como el derecho al aborto, insólita cuenta pendiente de la democracia que mantiene vigente la pesada carga del ostracismo del catolicismo cultural y jurídico sobre el Estado laico.

Son infinitos los frentes que construyen democracia. Hoy se habla con mucha frecuencia de la democratización del consumo. Es un concepto muy interesante que a grandes rasgos explica la emergencia de las nuevas clases medias bajas (algo así como el 30% del país) que hoy tienen una capacidad de consumo similar o equivalente a la de las clases medias tradicionales. Cuando se detiene el crecimiento económico, se frena también esa integración de enormes sectores a uno de los bienes culturales más preciados y más policlasistas: el consumo. Detener la inflación liberando el mercado, o enfriando la economía, es también volver a excluir. Esa intervención del Estado es, con sus errores y aciertos, también una forma de poder asociada a la integración.

A treinta años de democracia es notable lo construido. Cada tanto pareciera disecarse o tambalear detrás de la exageración de las formas o de la mano de la restauración conservadora, pero las fuerzas de los cimientos están firmes. Más firmes que nunca. Esos cimientos que forman los desaparecidos, las madres, los hijos, las urnas llenas de votos, la absoluta libertad de expresión y los millones y millones de cuerpos puestos en la calle para reclamar por sus derechos cada vez que lo desean. Los militares odian esas almas, y yo las quiero para mí.

 

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