El punto ciego de la democratización

Mariela Puga

En DEODORO diciembre 013

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El formidable avance en la democratización de la Argentina parece tener un “punto ciego,” algo así como una zona de la vida social a la cual es sistémicamente insensible. Se trata de un espacio que escapa a la retina de los derechos humanos y de las progresivas políticas igualitarias del país.

Cientos de miles de trabajadores formales del Estado a lo largo y ancho de la Argentina, carecen de garantías laborales mínimas, mientras diariamente ven atropellados sus derechos civiles y políticos, y se mantienen inmersos en un sistema altamente opresivo y autoritario, el que resulta prácticamente inmune a la autoridad civil. Se trata de los trabajadores de las fuerzas de seguridad pública.

Lo sintomático, es que entre ellos, son pocos los críticos de la “disciplina” que los mantiene segregados de derechos básicos. Lo paradójico es que ello ocurre amparado por leyes de la organización policial y penitenciaria, locales y federales, que dan marco a prácticas institucionales consuetudinarias. Lo preocupante es que la política democratizadora, y en particular, la política de derechos humanos, lo asimilen como un punto ciego.

Después de treinta años sin jefes militares, y ahora bajo la dirección de funcionarios elegidos por las mayorías, las fuerzas de seguridad civil siguen siendo responsables de múltiples hechos de represión arbitraria de la sociedad civil. Muertes y lesiones de activistas, torturas en las cárceles y abusos de los más diversos sobre los sectores subalternos, le son atribuidos a la “guardia pretoriana” de funcionarios inescrupulosos, o a un sector de esa guardia que postula una autonomía amenazante.

Conversando incidentalmente con una mujer policía le preguntaba qué pensaba sobre el reclamo por la sindicalización de la fuerza. Su respuesta fue particularmente directa: “No estoy de acuerdo, porque creo que la policía debe mantenerse independiente de la política.” La respuesta me parece sintomática del fenómeno de la “autonomización policial” del que advierte Eugenio Zaffaroni,[1] el que se profundizó con el neoliberalismo, y empezó a quebrar la cadena de mando. Esta preferencia de los mismos empleados de las fuerzas por un régimen disciplinar que coarta seriamente sus derechos civiles y sociales, es un síntoma preocupante de la falta de conciencia democrática dentro de las fuerzas.

Creo que es tiempo de preguntarse si es posible que una fuerza de seguridad pública esté sometida al poder democrático, sin que ella esté internamente democratizada ¿Tiene sentido pedirle a un trabajador que respete y custodie los derechos humanos de los ciudadanos, sin reconocerle sus propios derechos humanos a ese trabajador?

El personal penitenciario, por ejemplo, responsable de custodiar y resocializar a las personas procesadas y condenadas por tribunales de justicia, se ve sometido a cargas horarias que distan mucho de ser las que las leyes laborales permiten para tareas como esa. Trabajan en las mismas condiciones de insalubridad estructural que provocan motines y trifulcas en las cárceles. Sin embargo, aquellos que deben enfrentar los motines y trifulcas, no tienen derecho al reclamo colectivo, ni a participar libremente en el debate público. Esto puede verse como una paradoja de la práctica, pero en tono revisionista, podría ser la evidencia institucional de una contradicción en nuestras propias creencias democráticas.

El régimen disciplinario y de organización de las fuerzas de seguridad pública impone restricciones a libertades que son tan básicas, que se hace difícil imaginar que se pueda ser ciudadano de una verdadera democracia, sin gozar de ellas. ¿Se imagina usted que por llegar tarde a su trabajo su jefe pueda, legalmente, mantenerlo arrestado por tres días? Digo, sin orden judicial de autoridad competente, como exige el artículo 18 de la Constitución Nacional, y sin la garantía del habeas corpus que ya en el año 1215 garantizaba la Carta Magna inglesa. ¿Se imagina que su jefe pueda mandarlo a trabajar el día de los comicios lejos de la mesa donde debe votar? Ello, sin garantizar que pueda ejercer su derecho a elegir a sus representantes políticos, mientras lo hace el resto de la comunidad. ¿Se imagina que por repartir entre sus compañeros un panfleto con el texto del artículo 14 bis de la Constitución Nacional, se lo pueda sancionar con el paso a retiro (algo así como jubilarlo anticipadamente con un haber mucho menor)?, como le pasó a Adriana Reartes, empleada del servicio penitenciario cordobés.

El punto álgido de las paradojas institucionales se advierte en las cortes de justicia. Ellas han invalidado explícitamente, y con el beneplácito de todos, la aplicabilidad de los códigos de justicia militar a los responsables del terrorismo de Estado. Se le dijo a Videla y a Menéndez que las normas militares no pueden ser excusa para sustraerlos del juicio civil por los delitos de detención ilegal, tortura y asesinato. Sin embargo, las mismas cortes reconocen, mayoritariamente, la legitimidad de la sanción disciplinaria de arresto sin orden judicial, de la privación del derecho a reunión y sindicalización, y la sanción por participar en manifestaciones públicas de reclamo, cuando de los trabajadores de las fuerzas de seguridad civil se trata.

Lo preocupante es que el actual régimen de organización policial y penitenciaria en Argentina está inspirado, en buena parte, en el Plan CONINTES (Conmoción Interna del Estado). El plan permitió que a mediados de la década del 50 se pusiera a la policía y al personal penitenciario a cargo de las fuerzas armadas a fin de militarizar el aparato de seguridad civil. Así que si hoy pretendemos desmilitarizar esas fuerzas, no alcanza con cambiar los jefes. Es necesario enfrentar el hecho de que las lógicas y presupuestos que el Plan CONINTES instaló en la práctica de las fuerzas también están arraigadas en nuestra propia conciencia institucional.

Claro que este es un asunto espinoso para la política democratizadora, uno que espera en el rincón de las “cosas chungas”, como dicen los españoles. Pero no podemos seguir esquivándolo por más tiempo sin arriesgar debilitar los cimientos, y el poder simbólico de nuestra democracia.


[1] Zaffaroni ha denunciado públicamente el peligro de un “disimulado golpe de estado policial” como ocurrió en Sudáfrica y en Ecuador.

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