Por Laura Dominique Pilleri, en DEODORO Agosto 014
Hay prisiones invisibles que marcan la rutina diaria en nuestro devenir cotidiano enmarcado por la vulnerabilidad económica de un país y seguimos el camino que se puede. Esta es, de manera “fantástica” otra prisión basada en un personaje real, las celdas y las carencias no son invisibles.
En la pequeña ventanilla de los paquetes, a las 7:00 hs. De un domingo nublado y caluroso, ya se han reunido, dibujando una hilera, unos treinta o treinta y cinco familiares aproximadamente con sus respectivas bolsas-red cargadas de alimentos, material de trabajo, cigarrillos y documento de identidad.
En uno de los faros más altos del presidio, se alcanza a ver un guarda de cabellos rojizos demasiado ocupado en peinar sus bigotes con ambas manos, bigotes que, por lo que pude visualizar, necesitaron meses de dedicación para crecer prolijamente.
Los que trabajan en la parte exterior de la cárcel, entregando los números y llamando por razones de aglomeramiento a la gente de diez en diez, desempeñan muy bien su doble tarea, ya que además controlan con mirada fija toda entrepierna, no vaya a ser que alguna mujer introduzca a través de ese sector, objetos prohibidos; por lo demás, pueden estar escapando algunos presos, pero bueno, no se puede estar en todos lados.
Durante la semana suceden infinidades de cosas del otro lado de esos altos paredones.
Como no se puede salir de compras, los presos en los recreos, se intercambian, por ejemplo; media docena de pastelitos por un reloj pulsera bañado en oro, una campera de cuero negra por el trabajo de enmarcar un afiche de Xuxa o un calentador a kerosene por unos buenos zapatos para presentarse en la corte cuando llegue el día.
También se crían gatos, ratones y casi lógicamente, se levantan apuestas, se rifan objetos caros para obsequiar a las visitas y mantenerse vibrando en el recuerdo.
La primera vez que entré a ese lugar no fue por casualidad.
Jesucito se crió junto a nosotros, a los doce años ya empezó a deambular por la vida y a cometer sus primeros delitos para comprar y lucir a escondidas, exóticos vestidos de última moda, zapatos con tacos altos, cosméticos, alhajas, etc.
Dicen que el mocoso fue violado por el zapatero y sus amigos del barrio.
Una noche cercana a la Navidad en que la ginebra sin hielo hizo sus efectos; después de consumado el hecho con ese niño de nueve años, en ese entonces, como si fuera poco, le llenaron de plasticola el pene y sólo por esa causa pude averiguar algo de lo que había sucedido.
Yo iba a segundo grado pero entendí perfectamente lo que sucedía.
Pasaron los años y con ellos lo que quedaba de la infancia y la adolescencia.
De vez en cuando, por conversaciones casi inaudibles, me enteraba que estaba preso por algunos disturbios en la vía pública o desacato a la autoridad.
Cambió el oficio de peluquero, a pesar de que tenía muy bien prestigio y se dedicó a la prostitución, ya no se llamaba Jesucito sino “La Condesa”.
Hablar de la Condesa significaba hablar del travesti más popular de la ciudad, no sólo por lo parecido a una verdadera mujer, sino también por las amenazas que sufrían los farmacéuticos de turno cuando aparecía con una jeringa llena de su sangre diciendo: ”Tengo sida, dame esta lista de remedios o te inyecto”.
Entre esa lista aparentemente de salvación, figuraba la anestesia sólida para preparar una especie de cocaína casera que comercializaba a elevadísimos precios entre sus amigos.
El 20 de Enero de 1990 fue detenido por captura recomendada al salir alcoholizado de un cabaret clandestino en Gualeguay y trasladado al día siguiente a nuestra ciudad.
Para ingresar a la cárcel, la requisa femenina, además de palpar los cuerpos, se comporta como si las visitas, que en general, son madres, esposas con sus hijos pequeños o hermanas, fueran reas o criminales como los condenados.
¿Será porque es domingo y no lo pueden compartir con su familia o será porque su trabajo cuesta el olvido de ser una buena hembra madre?
Siempre formulo las mismas preguntas al bajar mis pantalones, abrir las nalgas con las manos y esperar el veredicto de que allí no hay nada extraño ni ajeno a mí.
Después de esta impresión, a la cual se nos hace costumbre, paso por el primer contacto totalmente desgarrador.
Mi gastado cartón dice: “Pabellón veintiuno, celda cuatro”.
Me dirijo hacia la izquierda donde están los pabellones de números impares, subo unas escaleras; ese sector huele a desperdicios, al costado de una de las puertas que llevan al patio, se encuentran unos tarros de basura que llegan hasta el suelo.
En la planta alta hay ojos que se clavan por todo el cuerpo, se adhieren sus gritos en silencio, como un tachón más en el calendario improvisado en la pared.
Ya en el pabellón diecinueve hay un cartel que dice: ”Pabellón castigado por quince días”, aclaro que en cada pabellón se hospedan unos doce hombres y que habrá más de uno pagando lo que no hizo, pero no se permiten delatores, aunque esto se parezca a una isla poblada de muertos, no es un buen lugar para terminar de morir.
De todos modos, no me detengo a investigar las causas exactas.
Debo llegar sin retrasos a la prisión de arenas movedizas, subir esos últimos escalones pendientes de aseo e imaginar que dentro de esas tres paredes y media me envuelve el aroma a lustramuebles o a madera con historia de conciertos medievales; deseo de todo corazón, mientras voy, que de tantos caprichos que tiene la naturaleza, prendiera por casualidad una planta de nísperos entre el colchón y el excusado y así se obsequiara un paisaje impermeable a la mirada hueca de sueños.
Yo voy en busca de ese hombre sin barba, que lleva colgado desde hace cuatro años, un rosario de plástico rosa pálido en el pecho, tatuado de signos azules y obscenos, travestido de lágrimas secretas, reconocido por todas las posiciones en que puede fotografiar el látigo, expuesto creativamente al abuso del silencio y a las cáscaras suicidas de la humedad que agitan como alucinógenos, colores forzados desde la niñez, ese señor que interpreta un esqueleto cada vez más visible, que trata de fertilizar el hábito de amanecer cerca de una chimenea, que enlata musgos en ruinas por cada uno de sus sobresaltos.
Voy en busca de ese hombre que tararea el escarmiento a dos voces, soplando nada más, que su silencio de avispas a las que les incendiaron la vida
Ese hombre aislado, aún más que el resto de los convictos, castigado y temido, acusado de nacer el 29 de octubre de 1961, de robar a mano armada y asesinar sin piedad entre otros cargos.
Voy agudizando mis oídos para escuchar su máquina de coser conseguida a cambio de un sobre con estimulantes y dos revistas pornográficas, voy llevando montañas sin nieve ni caminos sinuosos, desintegrando la espera del tren que se oye lejano.
Sacudo los tormentos e invento el poema más bello de mi alma, acercándome cada vez más a la locomotora que manejan sus pies, al revuelo de tergopol y hocicos de todos los tamaños y a ese picoteo de maíz de la aguja en el paño, voy llegando y en sus manos me espera un osito peluche recién terminado.
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