La Revolución Inconclusa

César Barraco, en DEODORO Julio, 014

Corría muy rápido el año 1971 en la República Argentina. Un joven desgarbado, intenso, espigado, métrico para los gestos, está rindiendo un examen. La cosa no va bien. A los 22 años ya había conseguido lucirse en muchos escenarios de la vida. Se imaginaba amigo de Lennon y de Jagger. Pero en la prueba no podía responder a los requisitos impuestos por los evaluadores.

Lírica, armonía, negras y blancas, versos, rimas, sonetos, y demás podas lingüísticas, lo arrinconan contra el papel. La hoja está en blanco. De repente se le acerca un ser bajo, correcto y gentil, y le dice que es hora de terminar, que el tiempo se acabó y debe entregar su examen.

Ese día lo bocharon, reprobaron y aplazaron. La junta examinadora dictaminó que el joven aspirante carecía de las aptitudes y capacidades para ser socio de esta sociedad.

La Sociedad Argentina de Autores Intérpretes y Compositores (SADAIC) acababa de rechazar, formalmente, a Luis Alberto Spinetta como miembro con derecho a cobrar por sus obras. El flaco no cumplía con los requisitos que, en aquellos años, debían acreditarse durante la cuestionada evaluación.

Por un decreto de las fuerzas supremas de la burocracia creativa, el fundador de Almendra y autor de Muchacha ojos de papel, no podía cobrar regalías por la difusión de sus propias creaciones.

Como respuesta, Spinetta escribió una carta a SADAIC que concluía diciendo “…Ustedes deben destapar sus oídos. Para destapar sus cerebros, cualquier revólver llegaría inexorablemente tarde”. (ver aparte)

Al mismo tiempo y en la misma ciudad, un dictamen de otra junta daba de baja de sus honorables filas a otro joven argentino por considerarlo peligroso para sí y para los demás. Es que este muchacho, de familia patricia y doble apellido, no se adaptaba a las exigencias de la CoLimBa (Correr, Limpiar y Barrer). El conscripto en cuestión ya había simulado algunos trastornos psiquiátricos, motivo por el cual fue trasladado al Hospital Militar. Una mañana, el soldado inquieto e insatisfecho, fue hasta la morgue del nosocomio, cargó un cadáver en una silla y lo sacó a pasear por los jardines. Se lo veía pálido, habría dicho a sus superiores cuando le preguntaron el motivo del funesto paseo. Tras el incidente la baja salió de inmediato. El Ejército Argentino expulsaba de sus filas a Carlos Alberto García Moreno, en esos años conocido como Charlie García.

El mundo ya no sería el mismo. Se venía Pescado Rabioso y Sui Generis editaba Pequeñas anécdotas sobre las instituciones, disco que, por recomendación del Sr. Tijeras, no incluía Botas Locas. La canción que García dedicaba a su paso por el servicio militar obligatorio… “Si ellos son la patria, yo soy extranjero”… decía en uno de sus versos.

Desde el comienzo, el rock argentino fue contestatario porque sus protagonistas lo eran en la vida real. No fue casual que instituciones como el Ejército y SADAIC hayan expulsado a García y Spinetta. Lo que vino después lo potenció aún más.

Qué se puede hacer salvo ver películas

Durante los años setenta y primeros ochenta, ir a un recital de rock era un acto de resistencia, y muchas veces peligroso. Hoy, con rockeros más hedonistas es solo diversión, goce y selfie.

¿Está mal?… Veremos…

El rock lleva implícita la obligación de incomodar, no en el sentido físico, claro que la música es placer para cuerpo y alma, pero incomodar a determinadas estructuras inamovibles y a cierto tipo de personas. Utilizar la disconformidad de la calle como materia prima. Esto no significa que el rock deba hacer canciones de protesta nada más. El rock en sí mismo ya es una protesta. Su forma de tocarlo y de bailarlo. De sentir su rebeldía. El rock viene desde los márgenes, desde el borde. De la otra orilla, la prohibida.

El rock, en nuestro país, supo sobrevivir a la media de su época. Es decir, vulneró a las mayorías que eran política y musicalmente reaccionarias. Siempre el rock dio señales de entender lo que sucedía y lo que podía pasar. Desde La balsa, cuando decía “… Estoy muy solo y triste acá en este mundo abandonado…” pasando por Moris que cantaba “…de nada sirve escaparse de uno mismo” en una prosa anticapitalista como pocas en el mundo del rock. Las postales ochentonas de García en Raros peinados nuevos, “… y si vas a la derecha y cambias hacia la izquierda… ¡Adelante!”.

La insatisfacción existencial de Luca Prodan, un ser incómodo en este mundo que pudo plasmar en un puñado de canciones, en un castellano tosco y mal pronunciado, una de las mejores postales de época. “…Estoy rodeado de viejos vinagres….” «La rubia tarada», “…yo estoy al derecho, dado vuelta estás vos…”

El mapa y el territorio

El calor abrasivo del cemento derrite la goma de la suela de la zapatilla de lona de un joven argentino, de entre 18 y 21 años, que espera el colectivo para subir a vender tres lapiceras por un peso. Un peso, un dólar. Fiebre menemista. En el primer asiento viaja un repositor externo de una conocida cadena de grandes superficies comerciales, una de tantas. El que vende tiene una remera que dice “Colón tenía razón. El mundo es redondo”, el otro, el que viaja, tiene tatuado en su antebrazo derecho las cadenas rotas que ilustran la tapa del disco Oktubre. Ambos se reconocen de inmediato. Los dos están yendo hacia el mismo lugar. Los dos van a la tierra prometida. Un camino que recorren, sin escalas, a bordo del Último bondi a Finisterre, donde los descamisados del nuevo milenio –el Indio prefiere llamarlos «desangelados»–, forman la Patria Ricotera.

Solari y Belinson reúnen territorio y población para fundar su propio Estado. Se nutren de legiones de excluidos. Reclutados, principalmente, de esa orgía de miseria que fue el conurbano bonaerense durante los noventa. Luego, se sumarían ricoteros de todo el país.

Como pocos, los Redondos comprendieron que lo personal es político. Y a fuerza de buenos reefs y de la pluma elevada de Solari, su rock liberó a las masas.

Pronta entrega

La industria pulverizó la capacidad contestaría del rock. No por hacerlo masivo, sino más bien, por vaciarlo de contenido y volverlo inocuo. Muchas bandas se conforman con ser solo un atractivo más en este gran parque de diversiones que es el rock. Es parte del oficio del rockero: cabalgar un hit radial encerrados en un laberinto amoroso con una modelo o, simplemente, ser la rueda de la fortuna de todos los festivales. Pero podemos exigirles algo más. Deformados por el éxito instantáneo, se empalagan de ellos mismos, y se diluyen en el inmenso océano de bandas prescindibles.

Falta el último capítulo. Si una canción no pretende cambiar el mundo, aunque sea en su más mínima e íntima esencia, no es rock. Desde lejos se ven algunos nuevos gladiadores que seguirán pasando la antorcha que lleva la llama sagrada del rock. Por ahora, la revolución sigue inconclusa.

Al jurado de examen para la inscripción de socios de SADAIC.

Estimados Rectores:

¡Quién de ustedes llora el sufrimiento eterno!

¿Qué sutileza irreal envuelve sus oídos gastados?

Las circunstancias se redondean al conocerse los daños, pero nunca, desde mi hermoso corazón, al escupir sobre las músicas. Los días, es cierto, pasaron desde mi examen, los sonetos letrinosos con los que se pretendía la formalidad armónica de una canción original, que pudiese ser calificada por un jurado de eliminación, ni siquiera hubieran servido para un silencio ad libitum.

¿Qué pretende la mente corrompida cuando seduce a la inspiración profunda sólo para exhalar flatos onánicos desde el trono de un juicio musical?

¿Es que este tipo de úlceras van siendo ciertas a medida de sus respectivas esclavitudes, señores empleados de la música?

Mi cerebro está totalmente intacto, puedo asegurarlo con mi risa.

Cuando el viento rasga las equilibradas hojas de los paraísos de Buenos Aires, no hay quien disponga de compases, de puntillos milimétricos o de progresiones armónicas aptas para esa música.

Ustedes deben destapar sus oídos, para destapar sus cerebros, cualquier revólver llegaría inexorablemente tarde.

LAS

Carta publicada en el diario La Opinión, 7 de mayo de 1972.