Infancia e historia

Texto de apertura. Guillermo Vazquez, en DEODORO Abril 014

zapas_cristo_GuilleWEB

Tengo un recuerdo de la religión como forma de “contención” –más próxima a la etimología que Lactancio, el escritor del cristianismo de los primeros siglos: religare, volver a unir− en la mitad de mi colegio secundario (transcurría el último período del gobierno menemista, y se avecinaba su continuación aliancista). Los Quatrochi (vamos a escribir así esta convención del lenguaje sobre todo oral), fueron el mito de al menos dos generaciones de jóvenes de San Vicente. Bien podrían haber sido un clan familiar –incluso había alguna reconstrucción, mitológica, del mismo, con el dato de esos familiares en la estructura comisarial de la policía del barrio−, pero en realidad operaba como un nombre con el que se señalaba a decenas de jóvenes de las calles y barriadas más periféricas a la San Jerónimo, y a sus prácticas intimidatorias sobre otros (fundamentalmente de la clase media). Fueron los Quatrochi, era la hipótesis obligada ante un arrebato, piña o símil “antijurídico”. Como “las Ponce”, “los Quatrochi”, en la sola mención de su nombre, representaban una existencia consecuente con la ausencia de Estado, la discriminación de sus congéneres, la caída de un modelo de inclusión (comenzado décadas antes). Hoy serían, y acaso lo son, potenciales sujetos pasivos de un linchamiento. El tema es que, como una suerte de asilo en sagrado –institución colonial que liberaba de la persecución penal al acusado de un delito, por el hecho de encontrar protección eclesial en el instante de huida−, comenzó a circular entre algunos compañeros del colegio salesiano al que asistía, la idea de que, antes de la primera opción que era la autodefensa cuerpo a cuerpo, mencionarle a alguno de los Quatrochi que uno –víctima, pongamos, de una demanda de entregar las zapatillas− era amigo del cura párroco, o sus asistentes laicos consagrados, y que si nos hacía algo –golpear, arrebatar−, no le iban a dar más ropa, más comida, etc. Como si esa mínima “inclusión” de la Iglesia, evitara el “delito”, lo sacara del bandidaje, y nos generara una débil idea de copertenencia a una comunidad, en este caso, eclesial. Casi como si fuera una modalidad propia de cualquier unidad básica barrial. También la misa en Villa La Maternidad que daba el cura párroco de mi escuela salesiana, fueron mis primeras experiencias, si bien no “militantes”, al menos sociales en un asentamiento villero.

Sin entrar en discusiones bizantinas sobre “prácticas clientelares” y sus pros y contras, el trasfondo es que esta idea humanista y profundamente ética del cristianismo, también podría decirse de otros cultos; la propia idea del Comipaz (la de una paz kantiana, no tanto por medio del derecho, sino de los mejores valores altruistas que toda religión contiene) se sostiene sobre ese grado cero de la virtud ciudadana. Sin embargo, no era lo único que estaba en su cotidianeidad. También formaban parte de ese mecanismo de la Iglesia sobre nuestra juventud, el tormento de la culpa porque sí, la intromisión y la condena a una sexualidad libre, la martirización del cuerpo de la mujer –y su idea de obligatoria vida devota e inmaculada−, la manía del rito y la repetición de la oración sin sentido –como una letanía−, la disciplina que también (ya bien entrados los noventa) llevaba a muchos sacerdotes al maltrato físico, o los misteriosos traslados de los mismos, por callados motivos de acoso o abuso sexual.

Casi con el mismo ímpetu de los afanes secularistas de la modernidad, ahora aparece su reverso: como si siempre hubiese estado claro que se había dado vuelta demasiado rápido la página del entramado que une religión y devoción popular. Y de allí, la devoción religiosa como organizadora de conductas, productora de sentido común, origen último de una hegemonía de valores y únicas promesas de redención de nuestras sociedades.

La estrecha vinculación entre política y religión (cada una con su espada desenvainada respecto de la otra) tiene un largo recorrido teórico, pero sobre todo una ardua experiencia política y social en la historia argentina; esto fue durante el siglo XIX, también en el XX, y ni hablemos en lo que se está avecinando desde marzo de 2013. Sacudón que no deja lugar a un positivismo facilista y burlón; pero mucho menos a una renovada asunción de fervor que borre todo pasado y presente crítico sobre las prácticas eclesiásticas, sus jerarquías y sus pretensiones pastorales: que no nos olvidemos, generan ovejas y lobos por doquier.