La vuelta al mundo en ochenta animales

 

La vuelta al mundo en ochenta animales

Por Anabella Antonelli.

El zoológico de Córdoba se oculta a simple vista en el predio casi céntrico del Parque Sarmiento, pulmón verde, testigo y hábitat de gran parte de las expresiones de nuestra ciudad.

Antonelli, Anabella

La primera vez que visité el zoológico fue de casualidad. Hacía menos de un mes que me había mudado a Córdoba, era bastante más joven, y por primera vez vivía fuera del pueblo. La ciudad era una aventura sin transitar. En esos meses mi Córdoba se recortaba al barrio Nueva Córdoba, donde ahora vivía, Ciudad Universitaria y partes del microcentro. Seguramente alguna tarde de febrero, seguramente con la intensión de huir del calor del departamento, seguramente porque ya no teníamos de qué hablar con la única persona conocida, es que le dimos todas las vueltas al Parque Sarmiento: el Rosedal, la laguna, el Superpark y de pronto una puerta enorme y majestuosa con la inscripción: “Jardín Zoológico”. Estaba ahí: un espacio con más de 300 especímenes en pleno barrio universitario, a escasas cuadras de mi casa. Tengo recuerdos difusos de aquella experiencia: un triste león mirado de arriba, pasillos entre una vasta vegetación, una jaula con monos. Todo un poco oscuro, o marrón, y húmedo.

El Zoo Córdoba ocupa esa parte de la ciudad desde hace cien años recién cumplidos: en el mismo predio que la Vuelta al Mundo de Eiffel y bien cerca de las escaleras de la trágica anécdota del árbitro. Un zoológico municipal aunque concesionado, abierto al público, con entrada que ronda los $ 100 y actividades recreativas y educativas, la mayoría pagas. Se ubica en las inmediaciones del barrio Nueva Córdoba y cuenta con acuerdos con la UNC y la UCC para el dictado de materias específicas.

Visité el zoológico por segunda vez. Recorrerlo tiene sus caras y contracaras. Me resultó sumamente atractivo el color de la serpiente de maizal, la trompa del oso hormiguero, los anillados de la cola del lémur, la gracia de las suricatas. Ver esos bichitos tan extraños al cotidiano citadino y serrano tiene algo de asombroso. Y de triste también. Son experiencias que generan cortocircuito mental y emocional. Es hermoso ver de cerca el código binario de la piel de una cebra de Burchell. Cortázar nos transmitió esa emocionalidad en su relato obsesionado por el ajolote. Es hipnótico el andar del macaco con su cría a cuestas, mirando fijamente al espectador de su encierro, como diciendo alguna cosa. Y sin embargo la jaula, condición necesaria del espectáculo.

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Los zoológicos como colecciones de animales no son un invento de la modernidad. China, Egipto y México tienen historia milenaria al respecto. Hace alrededor de tres mil años, el emperador chino Wen Wang hizo construir el “Jardín de la Inteligencia” donde exhibía tigres, ciervos, antílopes, aves, rinocerontes y serpientes. En el Libro de las Maravillas Marco Polo describió su paso por los jardines del Gran Khan, continuador de estas tradiciones, donde encontró variedades aún desconocidas por occidente. Sólo los privilegiados podían admirar las colecciones privadas de especies exóticas, símbolo de poder y riqueza imperial. En los muros del templo mortuorio de la reina Hatshepsut de Egipto, pueden leerse barcos zarpando en el Mar Rojo y regresando cargados de animales de diversas especies, expuestos luego en el Jardín de la Aclimatación, recinto construido para tal fin.

El zoológico del emperador Moctezuma en Tenochtitlán, México, deslumbró a los conquistadores. Contaba con diversos animales importados desde distintas zonas americanas.

Redoblando la apuesta, esta colección se componía también de humanos con rasgos físicos particulares, como personas enanas, albinas y jorobadas. Hubo quien, en Italia y en pleno siglo XVI, coleccionaba gente de distintas procedencias y culturas, como una Babel en miniatura.

Los cambios en nuestras sociedades marcaron también transformaciones en el esparcimiento de los nuevos ciudadanos. Los zoológicos dejaron de ser espacios privados y de prestigio, y pasaron a ser espectáculo, es decir, una diversión pública ofrecida al deleite y contemplación de los y las espectadoras. El siglo XVIII asistió así a la democratización del espectáculo faunístico, aunque también esto pudo tener su precedente en las luchas de gladiadores de la antigua Roma, donde animales exóticos de todo el mundo eran sacrificados para el entretenimiento de las masas.

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A la posibilidad de encontrar esparcimiento en estos parques se le sumaron las actividades educativas y de conservación, oponiéndose entonces diferentes paradigmas del cautiverio animal. En su página, el Zoo Córdoba explica que “Los zoológicos están cambiando su rol en la sociedad; dejaron de ser viejos muestrarios de animales para transformarse en un reservorio genético de fauna que resguarda la conservación de las especies”. Es importante, según detalla en su página, que se lleven a cabo cuatro objetivos: conservación, investigación, educación y recreación. Para ello se desarrollan muchas y variadas actividades para adultos/as y niños/as.

Como parte de su función pedagógica, cada animal va acompañado de un cartel informativo que detalla su especie, hábitat, características principales y su grado de peligro de extinción. Me resultó llamativo, en mi ignorancia, que la mayoría de las especies expuestas no estén a punto de desaparecer. Las dudas se acrecentaron: en adolescencias abolicionistas los circos y zoológicos aparecían llanamente como cárceles de animales, construidas por sociedades especistas y antropocéntricas. Sin abandonar totalmente ese enunciado, sospeché que se me escapaba cierta complejidad. Por fortuna, una amiga bióloga me acompañó en este segundo paseo por el predio, problematizando el escenario: Qué hacer con el gran porcentaje de animales que provienen del decomiso de tráfico ilegal (casi 70% en Córdoba). Cómo estudiar ciertas especies sin abordarlas in situ. De qué forma podrían realizarse atención primaria de especies de Córdoba en riesgo, para rehabilitarlas y liberarlas. Qué lugar sería el más adecuado para animales que no podrían volver a su medio por perder sus instintos salvajes en manos de la domesticación. Cómo contribuir al desarrollo de biotecnologías reproductivas para mantener la diversidad genética de especies en riego de extinción. Aunque no me gusten los lobos marinos aullando en simulacros de cemento, las respuestas se hacen más difíciles.

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“Del otro lado de la reja está la realidad, de / este lado de la reja también está / la realidad” Francisco Paco Urondo

El zoológico de Córdoba nos (me) ofrece un mundo contradictorio. Apoyada sobre los barrotes de la jaula del yacaré sentía los contrapuntos emocionales y pensaba en Samsara. Para las tradiciones filosóficas indias, Samsara es el ciclo de nacimiento, vida, muerte y encarnación. También es un apabullante documental de Ron Fricke y Mark Magidson, que plasma la ferocidad civilizatoria en imágenes de grandes emplazamientos donde nacen, viven y mueren hacinadas cientos de miles de vacas lecheras, donde malviven millones de pollitos a luz encendida, que no llegarán siquiera a dolerse, donde los cerdos son mercancía amontonada. Y entonces el malestar se relativizaba.

Y ahí está el mundo ofrecido por los zoológicos, en el mismo predio que la Vuelta al Mundo de Eiffel y bien cerca de las escaleras de la trágica anécdota del árbitro. Entre las controversias y las justificaciones, entre los proyectos de erradicación y las defensorías de la conservación, entre las críticas y el espectáculo.

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