Pascual: el Hombre detrás del Conde

Consuelo Cabral, en DEODORO Junio, 014

En Córdoba, Argentina, un hombre deja de ser Pascual Gómez para convertirse en una suerte de oráculo viviente conocido como El Conde Pascual. ¿Quién es el hombre al que artistas, hinchas de fútbol, presos, bandas de cuarteto y hasta políticos, le confían su suerte y le agradecen colgando pasacalles y pintando las paredes de toda la ciudad?

El Conde Pascual se desparrama en una risa de vocales abiertas, desordenadas, yuxtapuestas, mientras una cabra moribunda yace desangrándose en el ritual de La Casa de los Viernes. Después abre la boca, engulle un trago de Coca Cola tibia, escupe y se rasca el sobaco derecho. Ahora le pica el izquierdo. Y otra vez el derecho. Dice que “no hay vez que haga un ritual para ayudar a morir a alguien que no me empiecen a picar los chivos». Que por eso prefiere las sanaciones. Que lo disculpe que tenga que rascarse de esta forma, pero que le pica que es una locura. Lo veo tan incómodo que hasta pienso en ayudarle. Finalmente se le pasa. Yo respiro aliviada; la cabra antes moribunda, ya no respira.

El Rolex de plástico dorado que cuelga en la pared marca que ya son las once y media de la noche en la casa de Villa Warcalde donde cada viernes se reúnen distintos pai umbandas para realizar rituales de todo tipo, incluso algunos que incluyen sacrificios con animales. Los encargos son muchos y variados. Desde cuestiones amorosas hasta terminar con la vida de alguien.

El Rolex de plástico sigue avanzando. El ritual umbanda, también. Si todo sale bien, mañana un hombre amanecerá muerto. En una oficina decorada con calcomanías de estrellas multicolores, alguien compró su vida por 12.500 pesos.

De no ser por el altar improvisado de madera de pino, la habitación estaría prácticamente vacía. El piso, de baldosas antiguas, revela que esta casa tuvo épocas más esplendorosas. A medida que pasan las horas el aire pareciera volverse más espeso. Las velas desparramadas por el piso le iluminan la cara acentuando su textura. El Conde sujeta al sapo por las patas traseras mientras le sumerge la cabeza en el mismo vaso en el que antes tomó Coca Cola. Sólo que ahora, el vaso tiene la sangre de la cabra muerta.

Me cuesta reconocer al hombre de 68 años que días atrás me recibió sonriente en su oficina de la avenida General Paz, el hombre de labios demasiado carnosos para ser naturales y de pelo demasiado negro para no ser de peluquería. Su voz, antes nasal, ahora suena grave y decidida. La piel también parece más blanca y húmeda. Como la panza del sapo que aprieta con la mano derecha. Ya no es el de los afiches pegados en las calles. Ni el de la televisión. Tampoco es el que sale en los diarios. Entonces, ¿quién es?

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El Conde Pascual nació como Pascual Gómez hace 68 años en un barrio popular del sureste de la ciudad de Córdoba. Fue una tía materna la que «le pasó» el don de sanar a la gente. Los demás rituales, como el de la cabra, dice que los aprendió de un pai umbanda brasileño. Pero siempre en Córdoba, siempre cerca del agua de la Cañada. Nunca salió del país, ni tiene pensado hacerlo. Nunca entró a un colegio. Dice que es autodidacta y que aprendió a leer y a escribir solo.

–Yo era una inmundicia de flaco. No podía ni caminar. Mi tía me curó las piernas con bosta de gallina. Me las frotaba así –dice pasándose la mano en círculos por la entrepierna–. Después, cuando ya pude caminar, me llevaba con ella a las reuniones. Hasta que un día me bendijo y empecé a curar.

La oficina del Conde está ubicada sobre la avenida General Paz, en un edificio de esos con olor a cigarrillo frío. Basta subir un par de pisos y mirar hacia ambos lados para ver al final del pasillo una puerta tatuada de mensajes agradeciéndole por las ayudas concedidas. Antes de golpear aprovecho para sacar algunas fotos y el sonido del obturador funciona como un “ábrete sésamo”. La puerta cede y el Conde aparece enfundado en pantalón, camisa, zapatos y sobretodo negros. Me da tres besos y me indica que lo llame como más me guste: Pascual o Conde. Después me pide que no deje mis bolsos en el suelo. Que mejor en el sillón, que él sabe por qué me lo dice. Le hago caso y tras dejar mis pertenencias me siento frente a él que sonriendo abre el cajón de su escritorio, saca un jugo Citric de naranja, sirve dos vasos, le pone la tapita y lo vuelve a guardar en el cajón de madera. Su silla también es negra, tiene pegadas un montón de estrellas de papel glasé y unas minilucesitas de colores que se prenden y apagan como si la oficina del Conde fuera el único lugar donde todo el año es Navidad.

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–Yo manejo el día, la noche; la vida, la muerte; el amor, el odio; lo positivo, lo negativo; el sí, el no; lo negro, lo blanco. Para sanar uso la hipnosis… en las fobias, la angustia, la depresión, los malos hábitos, el estrés, los ronquidos, los vicios, etcétera, etcétera, etcétera. Mi tiempo máximo son 21 días. Vos me das 21 días y 12.500 pesos y yo te líquido hasta al Papa. Igual con lo positivo. Y sino preguntale al Gallego (José Manuel De la Sota, actual gobernador de la provincia de Córdoba) cuando me vino a buscar para hacerlo cagar al Gordo (Ramón Mestre, exintendente de Córdoba con quien De la Sota iba a disputar las elecciones de 1999).

–¿Pero Mestre no se murió de hepatitis?

–No, Mestre se murió al día 18. El día 17, 24 horas antes que se cumpliera el plazo que le había prometido, el Gallego (por De la Sota) me mandó un tipo que me metió un chumbo hasta la campanita. Cuando me sacó el arma le dije que si el Gordo no se cagaba muriendo antes de las 12, le devolvía 100 veces lo que me habían pagado. Conclusión, Mestre se murió a las 11.

Dice esto último mientras golpea dos veces los dedos índice y medio de la mano derecha contra la palma abierta de la mano izquierda. Es un chasquido que suena a cachetada. ¡Paf, paf! Su cortina sonora para celebrar cada trabajo cumplido. ¡Paf, paf! Una mujer recupera a su novio que la dejó por una compañera de trabajo. ¡Paf, paf! Un joven desempleado consigue trabajo en un call center. ¡Paf, paf! Belgrano le gana a Talleres y asciende a primera división. ¡Paf, paf! Un hombre postrado vuelve a caminar. ¡Paf, paf! Cristian U se consagra ganador de la última edición de Gran Hermano.

Quiero aplaudir cada uno de sus ¡Paf, paf! pero estoy paralizada. Incrédula. Fría. Es como estar sentada sola en la primera fila de un circo donde él es el presentador y yo la única espectadora. Mi lado esotérico que tanto me atrae se encuentra contraído como un gato ante el peligro. Estamos los dos solos en su oficina. El teléfono no para de sonar. Él continúa hablando. Quiere convencerme de que todo lo que dice es verdad. Y es tan amable que me siento en la obligación de aunque sea fingir un poco. Lo miro sin escucharlo.

¿Y si fuera verdad que puede hacer lo que dice que hace? ¿Y si sabe lo que estoy pensando en este mismo momento? No, no puede ser. No sabe. Parece buen tipo pero chanta. Y los escritos en las paredes de la ciudad los debe hacer él. ¿Cuánto tiempo llevo acá? ¿Qué hora es? 

Hasta que me interrumpe con un «pero no te vas a ir sin preguntarme algo de vos… a ver, dejame ver», dice cerrando los ojos para concentrarse. Me adelanto rápidamente para decirle que no es necesario. Que se me hace tarde y que tengo material suficiente para escribir al menos un par de páginas sobre él. Pero insiste y no logro escabullirme. Dice algo sobre mí que esta vez sí escucho. Todo transcurre en unos pocos segundos. Lo miro asombrada mientras pienso en Jean Eugène Robert-Houdin, el relojero francés que se convirtió en el padre de la magia moderna al inventar en el siglo XIX uno de los trucos más hermosos que se haya visto en la historia: el Naranjo Maravilloso. En este truco, reproducido en la película El ilusionista, Houdin hacía brotar hojas, flores y frutos, de un naranjo seco. Y si bien su magia tenía un origen científico, el efecto provocado en el público era el de la sorpresa ante lo inexplicable. Nadie pensaba si Houdin mentía o decía la verdad. Si el dinero que ganaba con sus trucos era merecido o robado. Simplemente se maravillaban ante aquello que, como la religión, excede toda lógica. Pagaban por sentir esa momentánea mezcla de miedo, encanto y fascinación.

200 años después de Houdin y a pesar de lo artificial de las estrellas de papel glasé que lo rodean, el Conde Pascual es capaz, al aconsejarme, de provocar en mí la misma sensación de perplejidad que el mago francés: «tenés que cuidarte el hígado, todavía está lastimado». Lo miro incrédula. Nadie, excepto mi familia y algunos amigos, saben del accidente de auto que cuatro meses atrás me provocó un trauma hepático por el cual estuve internada 20 días. Entonces, ¿qué sentido tendría no maravillarme o buscar las causas del espectáculo que todos los días monta el Conde Pascual en pleno corazón de Colón y General Paz?

NOTA: Pascual Gómez falleció el domingo 17 de noviembre de 2013, todos números impares que incluyen los infaltables 7 y 13. La buena y la mala suerte. El blanco y el negro. El bien y el mal. Los binomios que él decía ser. Qué importa si mentía o decía la verdad. Lo único indiscutiblemente real fue el personaje que construyó y del que él mismo se reía: el «dueño del costado más supersticioso de los cordobeses». A mí me divertía ver su nombre en las calles e imaginarlo a él escribiéndolo de noche a escondidas. Me gustaba pasar por la General Paz y pensar que en alguna oficina, sentado en una silla forrada de estrellas de papel glasé, estaba el Conde Pascual tomando Citric tibio en un vaso de metal.