Encrucijadas del monocultivo de la mente

En Deodoro de Noviembre 013

César Marchesino

cerebro

Durante los primeros días de septiembre de 2011 el Gobierno Nacional anunció como uno de los objetivos centrales del Programa Estratégico Agroalimentario y Agroindustrial (PEA) elevar la producción de granos en casi un 60%, pasar de 100 a 157 millones de toneladas de granos en un plazo de 10 años. A su vez entre los fundamentos de la implementación de dicho programa encontramos que se busca garantizar la Soberanía Alimentaria y crear riqueza económica mediante la competitividad, la innovación tecnológica y la producción sustentable.

Las voces críticas no se hicieron esperar, y un amplio arco de organizaciones y movimientos sociales que incluye tanto al Movimiento Nacional Campesino Indígena como a ONGs ecologistas expusieron con datos incontestables las contradicciones implícitas en el modelo propuesto por el PEA[1]. La primera y más flagrante de estas contradicciones se expresa en la pretensión de garantizar la Soberanía Alimentaria en base a la continuidad y profundización del modelo de producción agrícola instaurado en nuestro país y la región desde la década del 90. Un modelo que tiene como pilar fundamental la utilización del paquete tecnológico de los cultivos transgénicos y la expansión de la frontera agrícola sobre ecosistemas que hasta ese momento albergaban formas de vida y comunidades cuya existencia se encuentra amenazada y resulta incompatible con dicho modelo productivo.

El concepto de Soberanía Alimentaria adoptado por la FAO durante su cumbre de 1996 fue el resultado de un constante trabajo de la Vía Campesina –de la cual el MNCI es el referente nacional– en pos de la defensa de los derechos esenciales de los pueblos a decidir qué alimentos producir y cómo producirlos, siempre dentro de un marco de justicia social y ambiental. En ese sentido defender la Soberanía Alimentaria, tal como lo plantean la Vía Campesina y sus aliados, implica antes que nada hacer frente al monopolio de las transnacionales del agronegocio y sobre todo requiere un ejercicio de lucidez que permita poner blanco sobre negro en materia de producción agrícola. Asumir la defensa de la Soberanía Alimentaria significa desmontar el mito de que el monocultivo de granos transgénicos está orientado a satisfacer las demandas de alimentos a nivel mundial y en consecuencia demostrar por el contrario que dicha producción responde antes que nada a los requerimientos de la industria y los vaivenes de la “timba financiera global” a costa de erosionar y devastar sistemas de producción campesina que son los verdaderos productores de alimentos sanos en consonancia con la sustentabilidad socioambiental.

Por otro lado es necesario destacar que no debería plantearse una contradicción entre el ejercicio de la Soberanía Alimentaria y aquel de la soberanía en el sentido tradicional, digamos estatal. Por el contrario cualquier Estado que desatienda los requerimientos del ejercicio pleno de la Soberanía Alimentaria no haría más que disminuir su poder soberano y por lo tanto pondría en riesgo los derechos y garantías de sus ciudadanos. En este sentido se destacan a continuación algunos elementos que alcanzan para poner en evidencia los estrechos vínculos entre la Soberanía Alimentaria y lo que se esperaría de un Estado soberano que se precie de tal.

Cuatro motivos

Elegimos aquí sólo cuatro aspectos, en los cuales se puede constatar que el no garantizar ejercicio de la Soberanía Alimentaria por parte de un Estado es una violación de Derechos Humanos esenciales. En primer lugar descubrimos que la destrucción sistemática de los ecosistemas que sostienen la vida es una constante del paquete productivo basado en los transgénicos impulsado por las transnacionales y avalada por los gobiernos de turno. En un informe de la Secretaría de Ambiente de la Nación se revela que en el período 2006/2011 se arrasa­ron 1.779.360 hectáreas de monte nativo, lo cual implica no sólo la destrucción del hábitat de especies y de comunidades que se ven forzadas mediante un desalojo muchas veces silencioso, pero siempre forzado –llegando incluso hasta el asesinato de los pobladores–, sino también la interrupción de los servicios ambientales que dichos ecosistemas prestan y de entre los cuales los más vitales son la regulación de la temperatura, la conservación de la biodiversidad y el abastecimiento de agua, tres factores fundamentales para el sostenimiento de la vida en condiciones dignas. De este modo la desaparición del monte nativo no constituye un efecto colateral inevitable del desarrollo y crecimiento económico, ni mucho menos un argumento reaccionario de algunos ecologistas fundamentalistas, sino que por el contrario debería ser visto como la externalización de costos de la actividad de las transnacionales, costos que nadie mide en sentido crematístico, pero que todos asumimos, algunos con sus vidas directamente y otros con una degradación progresiva de nuestra calidad de vida.

En segundo término se puede mencionar el impacto directo que la producción de cultivos transgénicos tiene sobre la extracción de nutrientes y el uso del agua, se estima que cada temporada la producción de soja que se exporta se lleva 42 mil quinientos millones de metros cúbicos de agua e implica una pérdida de entre 19 y 30 toneladas de suelo. Lo alarmante de estos datos no es sólo que significa la continuidad del modelo extracción primaria, sino que constituye la destrucción de la capacidad productiva de nuestro suelo quitando el real sustento a la producción de alimentos y un claro intercambio desigual de recursos en función de la producción industrial de animales en Europa, EE. UU. y Asia.

En tercer lugar, el paquete tecnológico es altamente dependiente de la aplicación y uso de químicos cuya figura estrella es el glifosato del cual sólo durante el año 2011 se aplicaron 238 millones de litros, lo cual implica un incremento del 1190% con respecto a la cantidad utilizada en el año 1996. A esta altura, y más allá de la negación sistemática de las transnacionales que fabrican dichos productos, las vinculaciones entre el uso de los mismos y las patologías sufridas por las poblaciones expuestas son evidentes, sobran los trágicos ejemplos locales como los de barrio Ituzaingó o las poblaciones del noreste cordobés. ¿Quién asume los costos en salud que esto genera? Un vez más el Estado, de manera deficiente o no, es quien debe correr con los costos externalizados por las transnacionales.

Finalmente y en cuarto lugar, podemos mencionar la dependencia tecnológica y el monopolio que ejercen las transnacionales a través del sistema de patentes de propiedad intelectual, además del claro direccionamiento en investigación y producción de conocimiento científico que ejercen por medio del financiamiento de programas en las mismas universidades y centro de investigación públicos. Todo esto no hace más que destruir los saberes tradicionales que han sido los responsables de la producción, mejoramiento y cuidado de los alimentos, siempre asumidos como patrimonio comunitario y transmitidos fuera de las reglas del mercado basado en criterios de ganancia y especulación, con lo cual se garantizaba un acceso más democrático a los mismos. Esta privatización de los sistemas de conocimientos relacionados con la producción de alimentos no hace más que vulnerar derechos esenciales. En este sentido Argentina deberá enfrentar un desafío crucial cuando deba tratar en un plazo no muy largo el proyecto de ley de semillas, que ya se sabe ha sido fuertemente influenciado en su texto para que se adapte a las exigencias de las transnacionales y la Unión Internacional para la Protección de Nuevas Variedades de Plantas (UPOV) claramente sometida al lobby de las transnacionales.

Sería deseable que estos cuatros aspectos, enumerados aquí de manera esquemática y resumida, puedan servir para nutrir una discusión más profunda y democrática sobre los horizontes de la producción agrícola en nuestro país. Y que a través de permitirnos poner en cuestión los paradigmas que orientan el desarrollo y el crecimiento, nos atrevamos a imaginar por un momento otros horizontes del desarrollo más allá monocultivo de la mente que abonan los medios masivos de comunicación, –silenciando a las víctimas y pregonando los éxitos del modelo– un monocultivo de nuestras mentes que crece en paralelo al monocultivo de nuestros territorios.

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