Sinfonía del sentimiento: dos notas sobre Escolástica peronista Ilustrada de Carlos Godoy

En DEODORO de Octubre 013

La reedición del libro de Carlos Godoy, Escolástica Peronista Ilustrada (Interzona, 2013), con sublimes dibujos de Carlos Santoro, presenta aquí no una mera reseña, sino una discusión con varias aristas. Con surgimiento y «viralización» en redes sociales al principio, y también leído y anotado desde Horacio González a Martín Rodríguez entre varios más, el libro tuvo un intenso recorrido crítico. A propósito del libro, su poética, lo que representa una juventud movilizada bajo consignas clásicas del peronismo, y una notable producción -también- de una nueva generación de escritores, críticos y poetas cordobeses, aquí en cuestión. 

Escolastica TAPA

Un libro de tres acordes

Luciano Lamberti

La verdad es que la primera vez que leí el libro de Godoy mucho no me gustó. O me gustó y no me gustó al mismo tiempo. ¿Qué eraeso? ¿Eso era poesía? Parecía más bien un chiste interno entre amigos, un “texto” de esos que se mandan por email sin demasiada justificación. (Entre paréntesis, Godoy, que sabía la potencia de lo que había escrito, su impacto instantáneo, mandó efectivamente por email el poema a una lista de direcciones que había robado por ahí, y a ese acto se debe gran parte del éxito del libro, que fue leído y compartido muchas veces antes de ser publicado).

Es cierto que para el lector de poesía que era yo, el libro podía ser demasiado simple, demasiado directo. ¿Dónde estaban las metáforas? ¿Dónde el trabajo poético sobre el lenguaje, la torsión? No había nada de eso, ninguna literatura, los poemas eran más parecidos a grafitis, a insultos telefónicos anónimos que a la poesía que yo estaba acostumbrado a leer.

Pero ¿no es ese el efecto de todos los grandes libros? El efecto de la no literatura, la incómoda seducción de lo nuevo. Es el efecto de la Escolástica Peronista Ilustrada. Es un libro punk, un libro de tres acordes. Es un libro de todos porque lo entiende cualquiera, porque funciona a muchos niveles.

A la manera de twitter, a la manera de los epigramas de David Markson, la Escolástica es una canción de las que cantaban los viejos bardos, los primeros poetas. Una canción para guardar en el bolsillo y llevar a todas partes. Es rítmica, se pega a los pies como un chicle en un día de calor. Después de leerla uno mira distinto. Es un libro que impone una forma de mirar.

También es un manual para la vida cotidiana, una suerte de preceptiva del comportamiento, lo dice en su título. Una serie de órdenes que puede estar escribiendo la gran computadora que configura nuestra realidad inmediata, la policía del pensamiento.

Más arriba hablé de “impacto instantáneo”: en gran parte es un libro escrito al calor de internet (de las nuevas formas de leer que genera la web, incluso de las discusiones que circulaban en ese momento sobre el peronismo en blogs y páginas de literatura o lo que sea) y como la web su efecto es instantáneo, sucede o no sucede (y en la Escolástica sucede, oh sí).

Doy fe de esto porque un par de veces fui testigo de una lectura completa del libro. Godoy se sentaba y lo leía entero, nada de fragmentos, nada de pedacitos, tomen, paf, y la gente se mataba de la risa (algo que seguramente a Godoy le debe haber molestado mucho) y se quedaba pensando a la vez, lo cual era el signo más claro de la interpelación que provocaba en los oyentes, similar a la de los lectores: ¿Qué es esto? ¿Esto es poesía? ¿Qué hago con esto? ¿Dónde lo meto?

El poema de Godoy parece hablarnos a cada uno, a nuestra psicopatología de la vida cotidiana, a nuestra forma de entender este país bombardeado y serbio. Detrás de esa aparente simpleza, de esos “chistes”, hay una ética, una filosofía, una autobiografía. Es un libro que incorpora y subvierte tradiciones diversas, el último eslabón en una serie de grandes libros políticos argentinos. Lo escribió un chico de 22 años que vivía en Alberdi (la última línea del libro dice: “Alberdi / es peronista”) y uno no puede dejar de imaginárselo recorriendo en bicicleta esas calles alrededor del estadio de Belgrano y fotografiando con la mirada los pequeños detalles que después conforman el libro. Son esos: detalles particulares que arman un gran friso y se siguen multiplicando en nuestra mente: tal cosa es peronista, tal otra es peronista y así.

Esta nueva edición de Interzona (la primera había sido publicada en la Funesiana, muy cuidada pero de pocos ejemplares) viene ilustrada por Daniel Santoro y eso ya basta para comprarla y atesorarla, porque aparte de ser epigonal, reflejando las discusiones de la época en la que vivimos, es un libro hermoso para ver y leer y mostrarlo a los amigos.

 

Aunque sea la infusión peronista, la mala leche es pasajera

Flavio Lo Presti

Una vez me peleé a los gritos con una mujer (editora, escritora y periodista) en un restaurante de sushi de Rosario, y fue en parte culpa de Godoy. Tengo que admitir que yo era más resentido entonces de lo que soy ahora, y el Blackberry y el aire de sofisticación capitalina de mi oponente me irritaban, pero mi contribución a la pelea empezó de manera ingenua. Había leído una nota (ahora no se la puede ni leer de lo malaleche que parece) de Esteban Schmidt, que planteaba que estaba de moda entre los escritores jóvenes hacerse el peronista sin asumir el compromiso partidario ni las incomodidades reales que implicaba ser peronista “en serio”. Quizás con justicia y quizás con envidia, celebré los argumentos de Schmidt en esa mesa llena de periodistas peronistas. No era el mejor lugar para hacerlo, pero había buena onda, sake, un barco lleno de algas y arroz y pescados crudos, ¿quién se iba a imaginar que burlarse de los escritores peronistas iba a generar ese revuelo? La periodista en cuestión me saltó al cuello y durante un rato la cosa se puso tan tensa que parecía una de esas cenas del Renacimiento en las que van a matar a alguien. Cuando salió a fumar para no verme la cara, en el medio de la mínima agitación que habían dejado los gritos, me quedé preguntando quién era Carlos Godoy y por qué su Escolástica tocaba un nervio tan irritable.

La respuesta me llegó en forma de brulote: Godoy era un malaleche, igual que yo, que Schmidt y que la mayoría de los escritores que no venden cincuenta mil ejemplares de un libro. Se trataba de un artículo en la revista Crisis en el que el autor de la Ilustrada, cordobés for export en Buenos Aires, trataba de entender por qué había cordobeses triunfadores y, sin grandes dotes para la crítica, entre errores de ortografía, de sintaxis y de información (aunque ya lo dijo Piglia: una maestrita puede corregir cualquiera de sus páginas, pero no escribirla) transformaba a los escritores de Córdoba en monstruitos ridículos y a la ciudad en un infierno de facciones literarias retrógradas, cuyos mejores exponentes eran los que habían explotado con oportunismo su capital social en Buenos Aires (casualmente, amigos de Godoy). Hasta sus amigos se enojaron con el artículo, y durante mucho tiempo entre alguna gente fue imposible nombrarlo con simpatía, aunque yo todavía no sabía ni quién era (él sí sabía quién era yo: un lacayo de La voz del interior que en su momento prometía ser un Bestseller internacional y después decepcionó).

De todos modos, se me hizo evidente que Godoy era peronista unos meses o unos años más tarde, cuando me agregó a Facebook y me envió con Federico Falco su libro de cuentos Can solar, que leí rápido, que me pareció intrascendente y que un impulso vengativo mínimo me llevó a reseñar mal, momento en que el peronismo de Godoy me frenó en seco: tenía demasiados amigos y enemigos para que se pudiera hablar mal de su libro en público, y nadie aceptó que yo lo comente. Leí más adelante un elogioso ensayo exegético de Juan Terranova sobre la Escolástica, una frase hiperbólica del crítico Maximiliano Crespi (“Godoy es el escritor más complejo y más interesante de mi generación”), entrevistas en donde Godoy se declaraba autoexiliado. Me encontré con él en una lectura de cuentos en el España Córdoba y estuvimos hablando en el mismo círculo de gente sin que se dignase a presentarse. Su altanería me obligó a hacerme un poco el matón, pero él fue indiferente a toda provocación. En Buenos Aires, visitando en Eterna cadencia a gente que ya dejó de ser amiga mía por culpa de mi mala leche, me crucé en el bar con Godoy (es un flaco de barba, morocho, de estatura promedio tirando a alto) y me saludó cordialmente y se sentó a leer a dos mesas de distancia disuelto en paz, indiferente, como si se hubiera tragado al Dalai Lama. ¿Quién era este misterioso Godoy?

Cuando salió la Escolástica ahora efectivamente ilustrada por Daniel Santoro (era ilustrada de antes, cuando no tenía dibujos) lo vi como una señal de triunfo de Godoy en el mundillo literario. Ahora tenía que leerla, llegaba la oportunidad de cruzar espadas (el rito fraterno peronista) con Godoy, y el poema era… simpático. La primera y la tercera parte son un gracioso inventario de cosas que son peronistas, cosas que integran el vasto colectivo de “lo divertido/ (…) lo ridículo/ lo grasa/ lo feo”. El poema multiplica imágenes grotescas y está lleno de un humor sencillo y efectivo, pero no es más que eso: la asignación de una cualidad (la de peronista) a un montón de prácticas y objetos vinculados con lo grasa, con las contradicciones (son peronistas los represores y la resistencia) pero lo que me sorprendió es que en las muchas lecturas del poema que he leído, nadie pusiera el acento en su puerilidad, dicho acá como un valor. Fuera del excursus objetivista y solemne de la segunda parte, que es aburrida y difícil de atravesar con sus imágenes prolijas de cuento entre carveriano y saereano (se cuenta ahí la preparación de un guiso, se desgrana un episodio oscuro sobre una niña muerta y la voz de Perón da instrucciones para ser buen escritor con un gesto de ultratumba), la primera y la tercera parte son un largo chiste, bastante gracioso, bastante exacto en su escrutinio del universo inagotable que identificamos con la palabra “peronista”. De todos modos, cuando terminé de leerlo, la pregunta sobre por qué había provocado tanto revuelo no estaba respondida, o me enviaba a la atmósfera electrificada de las discusiones políticas de los últimos años, una selva oscura y clara al mismo tiempo, o directamente se transformaba en diagnóstico sobre la susceptibilidad del delicado mundo de los poetas.

A diferencia de los peronistas descriptos por Schmidt en aquella nota, Godoy trabaja para una diputada kirchnerista y da cursos en el programa Conectar Igualdad. Yo sigo escribiendo en La voz del interior. Los dos estamos en un programa de rehabilitación de malaleches que nos obliga a hablar entre nosotros, así que le conté que iba a escribir sobre la Escolástica.

“Hacela mierda”, me dijo sin demorar un segundo su respuesta.

2 comentarios

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