La vil novela
Candelaria de Olmos
A 40 años de la primera edición de Vil&Vil, novela clave en la obra del escritor riocuartense, es momento de pensar una relectura sobre un trabajo en el contexto de su producción y su compleja crítica al mundo militar, a pocos meses del comienzo de la Dictadura.
En junio pasado se cumplieron cuarenta años de la publicación de Vil & Vil. La gata parida, la novela que Juan Filloy escribió en contra de las dictaduras latinoamericanas inspirado, según confesó años más tarde, en El señor presidente, de Miguel Ángel Asturias. Filloy, sin embargo, fracasaba al querer emular al escritor guatemalteco: no solo porque su novela era más bien un alegato en contra del servicio militar, que uno en contra de los gobiernos de facto. También porque el alegato era errático, desprolijo y, sobre todo, peligroso. Sucede que si la novela de Asturias daba cuenta de la capacidad de un individuo (el dictador) para llegar hasta los sitios más recónditos de la ciudad y de los cuerpos y ejercer allí su cuota de insoportable violencia, la de Filloy daba cuenta de la habilidad de un individuo (un modesto conscripto) para acomodarse hasta los bordes fangosos del colaboracionismo a las demandas de un general golpista. El poder de uno solo para violentar a muchos que exponía Asturias devenía aquí en el poder de uno solo para salvarse a sí mismo y, también en su caso, violentar a muchos con un argumento tan parecido y tan endeble como aquel de la Obediencia Debida.
Inicialmente obligado a hacer de chofer y valet de su superior, el joven conscripto, a la sazón un estudiante de abogacía, acababa por mimeografiar documentos clandestinos, aprender contraseñas igualmente secretas, poner explosivos en lugares estratégicos y entregar paquetes cuyo contenido desconocía a sujetos para él también desconocidos. Y si en algún momento el propio personaje advertía su más o menos acelerado proceso de degradación moral –de “cretinización”, como él mismo lo llamaba– y asaltado por la culpa evaluaba la posibilidad de desertar, terminaba optando por obedecer como un “autómata” las órdenes de sus superiores y por actuar con el sigilo y la astucia que Homero le concedió a Ulises. “¡Máscaras!” –apuntaba al término de una misión cuyo cumplimiento lo transformaba en asesino– “Mi rostro también deberá acostumbrarse a ellas”.
Me gustaría poder decir que la conciencia autoral reservaba una mirada crítica para su personaje. Pero no: Filloy, tan acostumbrado a castigar con la muerte los desaciertos de sus criaturas –las aspiraciones anarquistas del Estafador; los excesos sexuales de La Potra y de Op Oloop, la vanidad intelectual de los pintores que aislaba, primero y exterminaba, después en aquella memorable novela titulada La Purga– dejaba impune al conscripto de Vil & Vil cuya humildísima cuota de resistencia lo volvía aun más deleznable. Y es que, en efecto, el modo como el joven lograba burlar la autoridad sin eludirla era convertirse en el amante de la mujer del general, curiosa forma de la venganza que no solo lo favorecía dispensándole placer erótico y sexual, sino que se dirimía en el espacio de lo íntimo-individual.
Su otra forma de rebeldía iba en el mismo sentido y era, en consecuencia, igualmente inocua: escribir no una denuncia, sino un diario personal en el cual registrar sus impresiones sobre los militares que, en ese espacio también íntimo, aparecían calificados de brutos, testarudos, oligofrénicos, jugadores, xenófobos, vagos y, ciertamente, cornudos.
Desde luego, fue esta poco favorable representación de los militares la que decidió, en mayo de 1976, a dos meses del golpe de Estado, el secuestro de la novela editada por la Imprenta de los Hermanos Macció, de Río Cuarto y la detención del autor en los cuarteles de Holmberg, próximos a esa localidad. Todo ello por disposición de Luciano Benjamín Menéndez. La historia es conocida: Filloy trató de embaucar a sus captores con sofisticaciones de profesor de teoría literaria y les dijo que todo lo que se decía sobre los militares en su novela era asunto del personaje y no suyo. Poco convincente, no habría sido ese argumento, sin embargo, el que puso al escritor a salvo de la cárcel y acaso también de la tortura, la muerte y la desaparición. En cambio, parece que pesaron su edad avanzada –tenía 80 años– y su carácter de figura pública –su octogésimo aniversario, de hecho, había sido motivo de profusos homenajes el año anterior y no hay que olvidar que, para entonces, el escritor de provincia había pasado ya por el mercado editorial porteño, la vicepresidencia de la SADE nacional y los almuerzos de Mirtha Legrand, sin contar con la fama definitivamente contundente que tenía desde hacía ya mucho entre los vecinos de Río Cuarto. Con todo, los militares lo sometieron a interrogatorios casi diarios durante un año. Eso también es sabido, como es sabido que al cabo de la reapertura democrática, doscientos ejemplares de la novela fueron recuperados a instancias del ministro del Interior, Antonio Tróccoli, y de las gestiones que a través de Omar Isaguirre, supo hacer la SADE filial Río Cuarto.
Lo que es menos sabido es que la novela había sido escrita mucho antes, durante la dictadura de Juan Carlos Onganía. De los cuatro originales que actualmente conservan los herederos, uno manuscrito y tres mecanografiados, el primero, el manuscrito, está fechado el 17 de abril de 1967.
En este punto caben dos hipótesis: una me parece más frágil o menos interesante y es que Filloy guardó la novela para editarla en un momento menos comprometido políticamente. Como en las tragedias griegas que tanto lo seducían, la prudencia fue en vano: el libro salió a la calle el 17 de junio de 1975, nueve meses antes de que los militares volvieran al poder. La segunda hipótesis es que Filloy guardó Vil & vil como pudo haber guardado cualquiera de sus otros libros, una práctica que parece haberle sido habitual: escribir, guardar, acumular, para después salir a publicar como en estampida. Es lo que hace sospechar ese largo silencio editorial que mantuvo entre 1939 y 1967 (entre la publicación de Finesse y la reedición que Paidós hizo de su Op Oloop). Es también lo que hacen sospechar las fechas consignadas en algunos de sus originales (como el de Vil & vil, que acabo de citar) y, en ocasiones, también su correspondencia privada.
Si es cierto que Filloy escribía y guardaba (“sacaba de la lata”, dijo una vez Susana Dillon) llama un poco la atención que el texto que publicara inmediatamente después de Vil & Vil fuera Urumpta, un ensayo histórico en el que, de hecho, incluyó una conferencia titulada “Balance enfático de Río Cuarto”, que había dictado en el Centro Comercial de esa ciudad, en 1966. ¿Por qué fue a “sacar de la lata” justo ese libro? Ocurre que en el mismísimo “Balance…” Filloy ensayaba una apología, un “Homenaje”, como lo titulaba, a la actuación de los militares en la zona: “considero –decía– que Río Cuarto está en deuda con su pasado. Permítanme que renueve una incitación de hace dos décadas. En la Plaza ubicada en la Avenida Sabattini, en ese Sur otrora de pesadilla, debe erigirse un monumento a la Campaña del Desierto. Un monumento probo, sin tilinguerías ni estilizaciones…” Cierto que los militares a los que aludía –“los pobres milicos trepados en los divisaderos”, decía más adelante– eran muy remotos, pero no dejaban de ser militares. Publicar Urumpta, renovar esa incitación también pasada, ¿era una estrategia para arreglar sus desprolijas cuentas con los militares que insultaba el conscripto de Vil & vil? Una carta de su correspondencia que está fechada el 28 de julio de 1978 hace sospechar que sí: el comandante en jefe de la Armada “saluda muy atentamente al señor Dn. Juan Filloy, y mucho le agradece la gentileza que ha tenido al enviarle, por intermedio de señor Dn. Horacio Esteban Ratti, su libro [Urumpta] con amable dedicatoria”. Firmaba: Almirante Eduardo Emilio Massera.
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