Las cosas se esconden cuando parecen familiares.
(Nymphomaniac, Lars von Trier)
Por Mariano Barbieri
Se trata de lo evidente. No por su claridad, sino por su fenomenal capacidad esmerilante. Históricamente se discuten los orígenes de la desigualdad, o de la pobreza que es el resultado de mirar sin contexto (una práctica, por cierto, muy extendida). Basta leer o escuchar hoy, ayer o mañana los reclamos por el número de pobres, por la definición de esa frontera que separa los que están adentro de los que están afuera: la barrera de inclusión-exclusión (que trazan una línea en el agua, dividiendo lo indivisible). Todos los conflictos, todos, tienen en sus venas el mismo ácido desoxirribonucleico. Desde los colores de la camiseta de Desamparados de San Juan, hasta la Asignación Universal por Hijo, pasando por las camisas celestes que combinan con las miradas del poder. Porque inclusive ahí, en ese lugar y momento cualquiera donde hay una apariencia de igualdad, se esconde una desigualdad constitutiva, estructural, visceral. Desigualdad sobre la que se construirá luego cada uno de los ladrillos de la vida social, desigualdad que parecerá para muchos, externa.
Alguna vez hablamos acá mismo del derecho a la libertad, o de su contrario, la privación. Dijimos, siguiendo a Zaffaroni que cada sociedad decide cuántos presos quiere: están encerrados porque los libres lo deciden y porque nuestra sociedad, en su conjunto, lo avala. Hablamos de la privatización del espacio público, de la fragmentación del espacio urbano, de la creación de guetos en Córdoba. Dijimos: la extorsión del miedo sentencia las posibilidades de la ciudadanía, de la diversidad, del reconocimiento de la vida social. Hablamos de la incorporación de los desposeídos al mundo del consumo. Dijimos: el sistema productivo y de distribución debe decidir si va a producir más –invertir, arriesgar, emplear– para abastecer a muchos o aumentar los precios para volver a ser pocos, ganando mucho. Fuimos bordeando, en síntesis, otra evidencia: cada sociedad decide, también, cuántas personas serán pobres o su matiz: precarias.
Lo evidente lleva siglos en incorporarse. La pobreza es un producto social, explicable, modificable. Pero por incuestionable que parezca, durante siglos –muchos todavía hoy– se explicó la pobreza (y su contrapeso, la riqueza) a partir de los talentos individuales, del mérito. Al menos de la Revolución industrial a esta parte, se ha alimentado una conciencia funcionalmente subordinada a la propia reproducción de la desigualdad. Claro que nuestras conciencias son también un producto social que incluso muchas veces corre por detrás de las propias leyes que los Estados generan (pensemos por ejemplo en la despenalización del aborto y las estrategias de objeción de conciencia, o en la violencia física de género que es ilegal hace décadas, pero que fue condenada sólo ocasionalmente hasta estos días). Se postulan valores que luego la práctica niega.
La realización de la libertad y la igualdad, como consenso discursivo, es muchas veces también sólo un postulado. Retomamos en este dossier la idea de Judith Butler de que hay vidas que tienen un valor distinto a otras, a pesar de las legislaciones y de una supuesta universalidad de derechos. Por muchos esfuerzos que los Estados más virtuosos puedan hacer, las contradicciones que existen en la sociedad civil no pueden ser resueltas únicamente a través del accionar del Estado. Hay una continua lucha por la imposición de los significados de la que todos formamos parte y que no ocurre –solamente– en el Estado.
Es en ese escenario de cosmovisiones contrapuestas en la que nos instalamos. En lo que Antonio Gramsci llamaba la construcción de una voluntad colectiva. Discutimos para roer el sentido común, para poner en cuestión las formas establecidas de reproducción de las jerarquías sociales. Concepciones del mundo, lucha de cosmovisiones, batalla cultural, como prefieran llamarlo. Las ideas, más que las leyes, son las que predominan. Porque en el fondo, siempre se trata de ellas. Y es por eso también que insistimos tal vez tercamente –cruzando en rojo todos los semáforos de los consumos culturales– en seguir escribiendo y publicando una revista cultural.
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