En sueños he llorado
Guillermo Vazquez
A Alberto Laiseca casi nunca se lo toma en serio. No le damos bola, como si fuera un Zaratustra mitad porno, mitad maestro del terror, y otro tanto humorista. Es quizás el mejor escritor vivo que tiene la Argentina (hay que decir a veces esas frases pomposas, incomprobables). Como tampoco a Capusotto y es quizás el crítico de la cultura más brillante que tenemos. Laiseca publicó hace más de diez años un libro de cuentos titulado En sueños he llorado. En realidad no había ningún cuento en la compilación que tuviera ese título. Lo había tomado de una canción alemana (sobre unos versos de Heine) que describía un poco el espíritu del libro, de la literatura, también acaso de los sueños. El párrafo donde la canción habla de los sueños (Ich hab’ im Traum geweinet) tiene una ambivalencia propia de los amantes que describe: el loco soñaba que perdía a su amante, y lloraba; luego que estaba muerta, y lloraba; y por último que todavía ella lo amaba y el lagrimal chorreaba incluso al despertar. Los sueños son un disparador que forja utopías, que produce monstruos, que encarna algunas ausencias, que borra otras presencias. Todo eso está también en la política, donde la presencia del significante “sueño” –cuyo epígono mundial sea quizás el discurso de Martin Luther King en 1963, en las escaleras del monumento a Lincoln– es un legitimador fundamental. “Vengo a proponerles un sueño”, “Ciudad de mis sueños”, “Sueños compartidos” o el uso en primerísima plana del “sueño” en su teleprompter por parte de la coalición victoriosa en las últimas elecciones presidenciales. El sintagma PRO era “El país que todos soñamos”, utilizado hasta el empacho en decenas de variantes, lo que en alguno de los millones de memes –que ya son parte de una novedad artística y visual que define a nuestra época– se definió como “populismo onírico”. ¿Soñamos todos lo mismo? ¿o hay un clasismo de los sueños también? Porque, y esperemos que este número lo deje un poco claro en toda su exploración bastante transversal, el sueño, los sueños, son un lugar del reposo, del reparo: “Mi sueño” se llaman muchos chalecitos en las sierras. También de las fantasías y la libido (“el hombre” o “la mujer” de mis sueños; o los sueños mojados, por donde va el cuento de Natalia Ferreyra en este número); y, por supuesto, de las utopías y las realizaciones más anheladas (el mencionado “I have a dream” por la igualdad de MLK). Pero también, claro, los sueños pueden hacernos temblar, saber que –como muchas veces sucede cuando estamos dormidos– corremos más despacio contra alguien que nos persigue (un monstruo, un rostro acechante y desconocido), y despertamos llorando.
Dicen que Melville tenía grabada en su escritorio la frase Sé fiel a los sueños de tu juventud. Por las dudas, una vez que volví del Cedinci (Centro de Documentación e Investigación de la Cultura de Izquierdas en la Argentina) escribí la frase en una foto que traje de ahí. Es una foto de la multitud vibrante el 25 de mayo de 1973, la escribí atrás, y la conservo también en el escritorio. Pero hay un ejercicio fundamental, que a veces se hace de modo inconsciente (esos sueños que se repiten a veces toda la vida, como escribe sobre el final de su texto Luciano Lamberti en este número) y otras veces tiene que ser una esfuerzo de la voluntad: hay que recordar esos sueños, traerlos de vuelta: a veces para honrarlos, y otras tantas para liberarnos de ellos.
Volver sobre los sueños y su lugar en las artes cordobesas y de todos lares, en las ciencias, en su literatura, en todos los modos posibles, es una necesidad siempre presente por la que apostamos en este número. Para conjurar los sueños de otros que quieren que sean propios, y para explorar mejor los de uno: estar atentos y saber qué hacer con ellos. Es un modo de pasar el verano, este verano que será lluvioso y vibrante, parafraseando al maestro, matando insomnios a garrotazos.
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Exquisito!