Roberto Ferrero
En un principio fue la Acción; el Verbo vino después. Es decir, las interpretaciones vinieron después y es lo normal en este mundo histórico y antibíblico que habitamos. También es normal que, siendo una la Acción, es decir los hechos, sean variadas las interpretaciones de ellos, desde que estas no son más que miradas lanzadas desde ángulos de clase muy distintos.
Por ello, la burguesía verá siempre el Cordobazo como un alboroto muy desagradable, como un “hecho subversivo”. Sin embargo, la categoría político-policial de “subversivo” tal cual se la empezó a usar en el lenguaje corriente a partir de los años 70, hace referencia a –o nos da la idea de– elementos minoritarios, marginales, sin apoyo popular, de actuación clandestina y accionar armado, que se autoatribuyen una representatividad social que nadie les ha otorgado y que nadie les reconoce. En este sentido no hay nada menos subversivo que el Cordobazo, que fue un hecho público, a la luz del día y con enorme participación colectiva. Es decir: un acontecimiento verdaderamente democrático en el cabal sentido del concepto, según el cual el Demos se hace cargo de sus asuntos, así sea momentáneamente, como sucedió, obviando toda intermediación de sus “representantes”. Que en este caso, ni siquiera existían en los parlamentos y las legislaturas porque habían sido clausurados.
En una coincidencia que no es excepcional y que refuerza la calumnia reaccionaria, la ultraizquierda se adjudica el Cordobazo y lo reivindica sin ambages mostrándolo como hijo de sus obras. Tal paternidad no existió nunca. Es falsa. El 29 de mayo no se originó en el accionar de la ultraizquierda, sino que –a la inversa– ésta nació de aquel. Tales son los hechos históricos en su cruda cronología. Fue precisamente una sobrevaloración voluntarista, subjetivista, del grado de conciencia revolucionaria de aquellos obreros y estudiantes que actuaron en el Cordobazo, lo que llevó a un sector ultimatista de la izquierda y de las clases medias ilustradas en proceso de radicalización a lanzarse a la aventura de la lucha armada, de una equivocada guerrilla que por naturaleza no podía ser urbana y que tampoco contaba con ambiente en las campañas sembradas de propietarios rurales capitalistas o arrendatarios burgueses y pequeñoburgueses. Los fuegos del Cordobazo los cegaron y les hicieron sentir que se iniciaba una revolución total que al fin produciría el advenimiento de una sociedad más justa, que hasta entonces no había podido abandonar el regazo de los libros y los panfletos. En realidad, no hacían más que practicar un sustituismo elitista que anulaba cualquier política de masas.
Era toda una hermosa y gigantesca ilusión. Aquellos aguerridos proletarios y estudiantes del 69 no tenían más pretensión que hacer patente al Onganiato que no contaba con consenso social alguno y que el pueblo estaba harto de la dictadura. No iban más allá –y era bastante–. No mantenían, de conjunto, ningún proyecto alternativo para sustituir el orden capitalista por otro más avanzado. En todo caso, se trataba se volver al régimen parlamentario pseudodemocrático perdido tres años atrás. Que también era un objetivo ambicioso, dadas las circunstancias opresivas de ese presente.
El Cordobazo no se organizó con vistas a una finalidad revolucionaria. No hubo ni un aparato, ni una estrategia ni una orientación deliberada en ese aspecto. Existió, sí, un mínimo de organización a nivel sindical, no una táctica apuntando al poder, porque Elpidio Torres, Agustín Tosco y Atilio López, principalmente, programaron el carácter activo del paro de ese día memorable, proyectaron la hora y la ruta de las columnas obreras e incluso previeron disputar la calle a las tropas policiales. Llevaban bulones, hondas y piedras. Algunas organizaciones estudiantiles diagramaron cómo iba a ser su apoyo a la movilización en el barrio Clínicas y otros sectores estratégicos de la ciudad. Por lo demás, no se esperaba, y por ello no se organizó, la intervención entusiasta de la clase media –de los vecinos, por usar una terminología no muy exacta pero gráfica– como tampoco se esperaba el incendio de la Xerox y otras empresas imperialistas. Sólo en este sentido el Cordobazo fue espontáneo. De conjunto, y contrariando a quienes ven todo blanco o todo negro, los sucesos del 29 de mayo fueron una mezcla de espontaneísmo y de organización, de improvisación y de planificación, que fue mucho más allá de donde sus iniciadores creían que iba a llegar. Al retroceder la policía a sus lugares de acuartelamiento y quedar la multitud dueña de las calles, los jefes del movimiento no supieron qué hacer con la situación de poder ciudadano que imprevistamente había caído en sus manos. El Ejército resolvió sus dilemas, porque la situación de dominio y pleno poder de las masas en rebelión tenía una base endeble: ningún sector de las fuerzas armadas la apoyaba y las demás grandes ciudades no se rebelaron para respaldarla. La represión acabó con ella muy rápidamente.
Finalmente, un poco de justicia en la distribución de los méritos frente al endiosamiento indiscriminado de Agustín Tosco. El “Gringo” que vino de Moldes fue sin duda el más grande e incorruptible líder sindical-político de su época y Atilio López un luchador sincero y honesto que lo acompañó siempre, pero sin los diez mil obreros de SMATA que Elpidio Torres –con todo lo burócrata y maniobrero que era– puso en la calle aquel 29 de mayo, no hubiera habido Cordobazo. Y no era solo el número, sino la combatividad sin desánimos de aquellos mecánicos que durante una década habían votado libre y democráticamente al “Negro Elpidio” como su Secretario General. Tal la verdad “políticamente incorrecta” para quien esto escribe y firma.
En síntesis: el Cordobazo, en la perspectiva histórica, queda configurado y vale por lo que fue: una gran protesta popular y democrática, síntesis de organización gremial y espontaneidad popular, que derrumbó a un gobernador corporativista y plantó en la nave del Onganiato nacional la carcoma que finalmente lo mandaría a pique. Vale por eso que fue y no por lo que sus detractores de derecha y sus apologistas de ultraizquierda creen que fue.
La rutina de las celebraciones anuales, como sucede siempre, lo vaciará de su contenido revolucionario, pero las generaciones militantes que vendrán asumirán esa esencia como un legado que es preciso reivindicar y actualizar siempre como antecedente e inspiración.
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