Se estrenó la película de Raúl Viarruel, sobre el cordobés condenado a muerte en Texas, Estados Unidos. El documental narra la historia de Saldaño, pero también el de su propio caso, cuya relevancia institucional lo trasciende.
Por Hernán G. Bouvier (abogado, investigador)
Sobre la película: Saldaño, el sueño dorado. Director: Raúl Viarruel. Producción: El desencanto SRL, Carmen Guarini
- Espera. Víctor Saldaño, cordobés de origen, es dado de baja de la marina en los años 90, regresa a su casa y sin dar explicaciones ni despedirse (según su madre) agarra sus bolsos y se va. Emprende un viaje por Brasil, las Guayanas, Centroamérica y recala en Texas donde es acusado y condenado a muerte en 1996 por secuestro y homicidio en ocasión de robo. Aquí es conocido como el cordobés condenado a muerte. La película de Raúl Viarruel Saldaño, el sueño dorado emprende la tarea de contar una parte de la historia de Saldaño y de los vericuetos jurídicos e institucionales que han determinado que Saldaño actualmente siga en espera de su condena a muerte, su declaración de insania mental o su absolución. En el documental habla sólo un familiar (la madre) y, por sobre todo, los funcionarios diplomáticos junto a los diferentes abogados defensores locales y extranjeros que intervinieron en su causa.
Por decisión o límite, el documental es simple, llano, artesanal. Relata en clave lo-fi lo que hay para contar, sin show de música incidental, ni graves voces en off. No hay, por decisión o límite, ingredientes espectaculares. No los hay. Habla la madre, hablan los abogados locales (C. Hairabedián y J.C. Vega), hablan los funcionarios diplomáticos, habla su abogado en Estados Unidos. Pero por sobre todo (máximo hallazgo del documental) habla un registro audiovisual: la cámara circuito cerrado del cubículo en donde Saldaño confiesa su hecho apenas detenido. No parece saber que lo graban, no parece saber el alcance de lo que ha hecho y está haciendo al confesar su hecho. Cuenta de manera ingenua o inconsciente, con tono casi centroamericano, que “lo bajamos del carro, se me echó encima y me quería quitar el revólver” y que le dio cuatro tiros. Confiesa ingenuamente, sin calcular, como quien accede a la simple insistencia de un curioso desinteresado. Luego pregunta al policía “¿cuánto crees que me van a dar?”. El policía no responde de manera precisa. Pero el silencio o la evasiva retumba: cuatro tiros disparados por un latino, en Texas, a un estadounidense. No es broma. Su confesión es del 95, su condena a muerte –sujeta a múltiples suspensiones– del 96. Saldaño espera hace casi 20 años. Desde el 99 espera en el corredor de la muerte: una celda sin comunicación, con dos comidas de porotos al día (a las 3 y 12 de la mañana) y una merienda de café y pan. Camina una hora cada dos o tres días, con cadenas.
- Jueces. Lo juzga un jurado de una pequeña ciudad de Texas con 25.000 habitantes. Su abogado en el primer juicio no habla castellano, él todavía no habla inglés. El jurado sólo decide si es culpable o inocente, el juez (técnico-jurista) la pena. La condición necesaria para poder imponer la pena de muerte en Texas en aquel momento depende de mostrar la peligrosidad del condenado. Para ello se necesita una pericia psicológica que sigue un protocolo. Las variables para decidir si es peligroso según el protocolo, entre otras, son el sexo (mujer= no peligro, hombre= peligro), edad (joven= peligro), raza (latino= peligro). El caso es fácil: culpable, hombre, joven y latino, con el significativo dato que no les resulta claro si un argentino es latino. Conclusión de la pericia: peligroso. El psicólogo (juez mental) incide y decide en su suerte. Si el perito lo dice, será cierto nomás. El juicio es anulado por prejuicio o “factor racial” por la Corte Suprema de EE. UU. Se logra además la promulgación de la ley (Bill) Saldaño que torna ilegales los protocolos psicológicos basados en el factor racial. Pero en el nuevo juicio, el problema de los jueces mentales aparece una y otra vez. Los abogados norteamericanos tienen en claro que hay que evitar la incidencia de los peritos, porque lo declararán sano, peligroso y será condenado a muerte otra vez. La madre se opone a esta estrategia. Su hijo está “loco” y ella no puede omitir decir la verdad (minuto 42). Final del segundo juicio, Saldaño evidencia una clara declinación mental, pero aún así hay nueva condena. La fiscal del caso, al final del juicio, toma un maniquí disponible en la sala de audiencias –utilizado para representar a Saldaño en la reconstrucción del hecho– y lo despedaza. En Argentina no hay pena de muerte legalmente reglada, y la confesión filmada de Saldaño sin abogado defensor habría sido declarada inválida sin remedio. Eso sí, el peso de los jueces mentales en el ámbito penal es idéntico.
- Las instituciones y la suerte. El compromiso de la madre, de abogados locales y extranjeros, y de la cancillería argentina, transforma el caso Saldaño en un caso con peso institucional. Hay una ley con su nombre que servirá a otros y el pedido de clemencia en su favor es firmado por múltiples embajadores, funcionarios papales, el presidente de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Amnesty International, y más. Se adivina una mímesis entre el trabajo institucional que lleva a estos resultados y la manufactura del documental: trabajo lento, sin recursos, artesanal, caligráfico. Un equipo de cancillería sigue su caso, y varias carpetas ordenadas con su nombre lo recuerdan (o precisamente indican de qué se trata a esta altura). Lo importante para algunos no es tanto la discusión sobre la pena de muerte o su culpabilidad, sino que se logró abatir el “factor racial”, para otros el consenso latinoamericano a su favor. En el ínterin, Saldaño ya no es sólo Víctor Saldaño, sino un “caso” cuya relevancia institucional lo trasciende. El proceso y conjunto de voluntades que lo recuerda y considera como persona es al mismo tiempo el que no puede evitar que la suerte de Saldaño ya no sea su suerte sino la del “caso”. La contienda a esta altura trasciende a Víctor Saldaño. Servirá para otros, quizás para nosotros. ¿Y para él? Se trata de una aporía a la que puede llevar la preocupación institucional. Las buenas voluntades desean la clemencia o su declaración de insania, pero la maraña institucional transforma el caso en una suspensión sin límites. En la suma trágica de consecuencias no intencionales de acciones intencionales, Víctor Saldaño está condenado –técnicamente– a esperar.
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