Por Mariano Barbieri en DEODORO, Noviembre 014
No es extraño ver a la gente más delgada caminando en grupos de dos o tres, a veces familias enteras, atados entre sí con sogas o cadenas, aferrados los unos a los otros, sirviéndose de lastre contra la ventolera. Otros abandonan por completo la idea de salir; abrazados a los portales o a las glorietas, incluso el cielo más límpido llega a parecerles una amenaza. Piensan que es mejor esperar tranquilamente en un rincón que ser arrojados contra las piedras.
(Paul Auster, El país de las últimas cosas)
Cuando se enciende una pantalla, cualquiera sea, la calle sólo tiene dos tipos de habitantes: los llamados delincuentes y la policía. Como en un juego de mesa, o en los monitores de un ciber, la criminología mediática relata cómo el bien y el mal definen por penal. Si uno obedece a la escala cromática, sabe que los dos se narran en el gris, en un gris en el que no se discuten ni las razones del delito, ni la pertenencia -y sometimiento- de la policía a las fuerzas democráticas de los poderes del Estado. Las noticias policiales ocupan prácticamente todo el relato de los noticieros y los diarios. Es fácil -y peligroso- olvidar que la policía es una herramienta. Una herramienta con control civil.
La extorsión de Diciembre de 2013 producto del auto-acuartelamiento de las fuerzas de seguridad provinciales (prácticamente en todas las provincias del país), fue la materialización de este escenario creado. Las fuerzas policiales puestas en rebelión desafiaron a las estructuras civiles del Estado. Abandonaron irresponsablemente sus funciones habituales en absurda complicidad con algunas decisiones del poder político. Al desenlace y al contagio lo conocemos todos: fue uno de los momentos históricos más relevantes de los últimos años, increíblemente guardado bajo la alfombra. Un aumento salarial promedio por encima del 60% en todas las provincias y un fortalecimiento casi inexplicable del rol represivo de la policía.
Entre la policía y los delincuentes (estética y socioeconómicamente tipificados) hay una tercera categoría que cierra el escenario. Se trata de la invención de la decencia. La decencia es una categoría moral, es el ciudadano común, el ciudadano de a pie, el hombre de bien. La decencia son todos los eufemismos juntos que fueron paridos para ausentar al Estado como organizador y regulador de la vida social. Es una idea amorfa en la que se pretende ubicar a cierto tipo de ciudadanos como personas independientes de todo tipo de política pública, de toda pertenencia, de toda garantía de derechos. Es una especie de ser completo e independiente (¡cuántas veces lo mismo!) que lo único que quiere es que lo dejen en paz, y que pide, a gritos, que a los pobres no les den el pescado, sino que les enseñen a pescar.
En Córdoba, el resultado de este escenario fue tal vez la consecuencia más dolorosa de aquel diciembre: la policialización de los ciudadanos. Las imágenes de linchamientos y de barricadas, los ataques a los motociclistas y el ascenso de todas las formas del fascismo, son una mancha imborrable en la memoria de todos. La escalada de miedos dio resultados precisos: las pantallas (celulares y tvs) y las radios mandaban a recluirse, a abandonar los espacios públicos y a castigar, como sea, a quienes enfilen al menos un par de adjetivos sospechosos. Rostro, vehículo, actitud. Cualquiera alcanzaba para juzgar.
¿Pero quiénes representan a la decencia? En el vacío de los días 3 y 4 de Diciembre del año pasado las imágenes también mostraban a señoras llevándose ventiladores, a enormes camionetas cargando televisores. El delito en sus más diversas formas atraviesa a todos los sectores sociales pero hay víctimas a las que no se les pregunta, personas que no son, como indica Eugenio Zaffaroni, víctimas funcionales: las víctimas no pueden y no deben parecerse a los estereotipados. Esto iría en contra de la urgencia política y mediática por hallar una causa. Y eso es algo que no puede pasar.
Recuperar la calle: ahí está -siempre estuvo- la gran disputa. Alejarnos de la violencia a través de la presencia. Reconquistar los espacios públicos. Mientras todos los burletes refuerzan el hermetismo del ciudadano decente (barrios cerrados, escuelas privadas uniclasistas, centros comerciales, fronteras económicas -transporte- y policiales dentro de la ciudad, etc.) es necesario contraponer la cara de la convivencia y destrozar la hegemónica explicación que indica que a mayor encierro, mayor seguridad.
Sobrarán -ya fueron lanzadas- las amenazas y los deseos de un nuevo estallido de fin de año que conmemore las centenarias tradiciones golpistas. Variará, tal vez en sus formas. Diciembre es un mes compulsivo. Tristemente célebre. La mejor manera de enfrentarlo será siempre defendiendo en la calle, a cara descubierta, los 31 años de democracia ininterrumpida que frenan todos los deseos de descontrol del aparato punitivo.
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