Texto de Apertura DEODORO Noviembre 013
Guillermo Vazquez
Hace poco más de quince años, a mediados de los noventa, quienes rondábamos el umbral de la adolescencia y los últimos peldaños de la niñez, usábamos (todos) gorra. La gorra no diferenciaba clases sociales, opciones estéticas, ni nada. Del Cerro a Villa La Maternidad. Era única obligación doblar la visera, vincularla –en la mayoría de los casos− a algún equipo de básquet, y no mucho más. (La NBA había entrado con fuerza −era la época de Jordan, y la época de los viajes a Miami, cuyos viajeros retornaban con indumentaria propicia−, Atenas se consolidaba como un equipo mítico, y en la liga nacional estaban los primeros vestigios de lo que luego se llamaría la “generación dorada”. Y acá también hay una cuestión generacional).
Varias veces me “robaron” la gorra. El porqué de las comillas será explicado, en tanto el uso impropio del verbo. Otras veces presencié el robo de una gorra ajena en vivo. Decenas de veces escuché relatos de amigos de San Vicente –donde vivía– y aledaños que estaban en ese intercambio de gorras (del lado activo y del pasivo). No me volvió a suceder, desde fines de los noventa a esta parte. Perdí, robé y me robaron otras cosas (libros, plata, celulares, billeteras, relojes). Pero nunca más una gorra.
Las veces que me sucedió a mí (siempre parte pasiva), he dicho, fueron varias. Por ejemplo, en la plaza Lavalle, donde rápidamente un amigo del primario corrió al chango que me la había sacado, lo alcanzó y se la sacó. Nada de policía, de paranoia, de locura vengativa, de “sensación de violación”. La gente en la plaza, aunque con menos agitación, lo vivía tal como nosotros: una cuestión de paso. Era imposible, en aquel entonces, encontrar en algún diario o informe de noticiario, preocupación alguna por el arrebato de las gorras. Era una suerte de obviedad, de situación posible.
Otra vuelta, en el club Suquía, la sacan de la mochila (yo me bañaba en la pileta, en la escuela de verano). Un par de días después, vi que a esa gorra (inconfundible, pensaba yo), la tenía otro –el supuesto sustractor (quizás un tercero que la había adquirido de buena fe). Después de mi queja, la chica de la entrada del club “habló” con él, que le explicó que la gorra era comprada (recuerdo la cifra: “me salió diez pesos”). Ahí se terminó el conflicto, si es que lo había. Nada de policía, ni de ley, ni de autoridad administrativa. Mi vieja (de cultura católica y, digamos, republicana, y que ni de lejos es abolicionista, ni mucho menos sostiene ninguna especie de jacobinismo penal) me había dicho “si la ves (a la gorra), robala”; lógico: para ella, era parte de la naturalidad del intercambio. Se recuperaba algo, acaso para perderlo nuevamente, pero sin hacer pesar otra cosa más que una suerte de trueque implícito.
Creo que ese gesto común, esos percances, al fin y al cabo de intercambio y consumo, fueron los primeros momentos en que una generación de jóvenes formaba una estética: la de la gorra. El choreo azaroso de la gorra representaba una suerte de acopio para el comienzo de una cultura –otros las comprarían, harían trueque con amigos, heredarían de familiares, etc. Eran, insisto, como los rebeldes primitivos. Después ya no sería tan común verlos caminar en grupo, tomar algo en alguna esquina o compartir cosas en el club Suquía.
No había episodios tipo “El niño proletario” de Lamborghini, ni de un lado ni de otro. Al más boludo y al más poronga les pasaba. Nadie se ponía nervioso por el tema. En esa división de filósofos modernos, yo no sé si esto funcionaba como admitido dentro de la ficción del “pacto social” (como las fotocopias en la universidad pública), o como si estuviéramos en una suerte de estado de naturaleza donde leyes, policía, Estado, dejaran paso al derecho natural de usar –previo choreo− la gorra de otro. Esto último es lo más probable.
Incluso, poniéndonos un poco técnicos, diría que bordeaba el límite entre el hurto y el robo (lo que diferencia al primero del segundo, es que aquel es hecho sin “fuerza en las cosas” ni “violencia en las personas”); pero no había ni uno ni otro caso, porque esas distinciones son cuestiones que vienen después de la ley. Antes no. Y la ley, claro, no viene sola: una violencia institucional, massmediática, en el discurso político, religioso, etc., la acompaña como si fuesen siamesas.
La cultura (y la industria) del peinado después ancló con mayor fuerza entre los jóvenes. Pero muchos quedaron en la de la gorra. Presiento que ahí se forjó una parte menor pero importante, de una identidad que permanece, ahora también como reivindicación y reclamo ante la opresión. 7º Marcha de la Gorra. 20N. 18 hs. Colón y Cañada.
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