Furia amorosa
Eduardo Mattio
(Docente e investigador de la UNC)
Traviarca poderosa de cuantas luchas tuvimos y de las muchas que nos esperan, Lohana Berkins no se ha ido; está entre nosotr*s, inspirando nuevas demandas políticas, conmoviendo nuestras certezas éticas, conjurando nuestras mezquindades y temores. Con su furia amorosa lidera(rá) la revuelta de los cuerpos que todavía aguarda su hora.
El pasado fin de semana largo de Carnaval fue uno de los más tristes para el colectivo LGTB en la Argentina; el viernes previo, 5 de febrero, falleció una de las activistas travestis más fecundas que haya conocido nuestra historia reciente. Nacida en Pocitos, Salta, hace 50 años, Lohana Berkins fue desde inicios de los 90 una militante comprometida con las principales luchas de colectivo de la disidencia sexo-genérica en Argentina y en la región. El colectivo trans no sólo le debe la fundación de ALITT (Asociación de Lucha por la Identidad Travesti y Transexual, 1994) y de la cooperativa Nadia Echazú (2008); desde mucho antes de la conformación del Frente Nacional por la Ley de Identidad de Género (2010), Lohana contribuyó como teórica y como activista no sólo a la configuración estratégica de una identidad travesti eminentemente política; también vinculó las demandas de su colectivo a un sinnúmero de luchas en las que su liderazgo antipatriarcal y anticapitalista resultó definitivo. Junto a otr*s militantes imprescindibles como Diana Sacayán, Vanesa Ledesma, Claudia Pía Baudracco y tant*s otr*s, Lohana no solo contribuyó a delinear con justeza el contenido de la emancipación que nos merecemos; también propuso una forma de hacer las cosas –risueña, furiosa, llena de amor– que nos alienta a seguir luchando.
Uno de los logros más lúcidos de Lohana –núcleo duro de su trabajo teórico– ha sido el de perfilar colectiva y progresivamente la especificidad política de la identidad travesti. A distancia de ciertas versiones norteamericanas y europeas del trasgenderismo –perspectivas que sobrevalúan la reasignación sexual quirúrgica como modo de “recuperar la normalidad perdida”–, el travestismo latinoamericano reivindicado por Berkins se jacta de desafiar el binarismo sexual macho-hembra y de desvincular el presunto orden necesario entre configuración biológica y experiencia subjetiva (de un macho deviene un varón; de una hembra, una mujer). Contra esa ontología sexual heteronormativa, Lohana participó de un proceso colectivo que se animó a concebir el travestismo de una manera inédita: “Nosotras pensábamos que nuestra única opción (si no queríamos ser varón) era ser mujer. Es decir, si para ser varones había que ser masculinos, al no querer adoptar las características masculinas como propias, pensamos que nuestra única opción era la única otra existente: ser mujer femenina. Hoy tratamos de no pensar en sentido dicotómico o binario. Pensamos que es posible convivir con el sexo que tenemos y construir un género propio, distinto, nuestro”. Es decir, con Lohana, con otras travestis de su generación, se consolidó una manera particular de “ser travesti” –plural, no unívoca, en construcción– que evitó los estereotipos de género, que los desplazó, que los reinterpretó hasta deshacerlos. Lohana no era ingenua; sabía en su cuerpo (y en el de otras compañeras travestis) lo que significaba esa “traición” del patriarcado: vista como una fallida usurpación de la femineidad o como una defección de los privilegios masculinos, la identidad travesti es condenada con violencia por el imaginario sexual hegemónico. A la generación de Lohana –a su lucha, a sus escritos, a su trabajo territorial–, debemos esa vigorosa e inicial desarticulación de los prejuicios que aún nos atenazan.
Otro de los aspectos más interesantes de su activismo ha sido su capacidad para entender la política LGTB como un juego de coaliciones. Desde la década del 90, Lohana vinculó la trayectoria del travestismo no sólo a la del colectivo LGTB, liderado por aquellos años por Carlos Jáuregui. La difícil articulación con gays y lesbianas, el hacer un lugar a las travestis en un colectivo que las ninguneaba, fue el primer eslabón de una cadena arracimada que prometía el reconocimiento identitario, la autonomía sexual, la dignidad de (todos) los cuerpos. Para Lohana, hacer política era tejer redes: con las feministas, con los académicos, con los organismos de DD. HH., con los sindicatos, con los movimientos sociales, incluso con actores religiosos disidentes. Toda articulación debía ser aprovechada si con ello se contribuía a correr un poco más la línea que el capitalismo tardío insiste en trazar entre vidas privilegiadas de antemano y vidas condenadas a un proceso de muerte lenta. Organizar una cooperativa de trabajo para sus compañeras, poner el cuerpo en cuanta marcha lo requiriera, intervenir en el diseño de políticas inclusivas, hacerse oír entre quienes detentan autoridad política o epistémica, interpelar con su escritura incisiva, era parte de un único compromiso con el que Lohana siempre dejó huella. Un vestigio en el camino de lo que queda por hacer que no será posible borrar u olvidar con facilidad.
Próxima a su muerte, cuando su estado de salud resultaba irreversible, Lohana hizo circular entre quienes aguardaban su recuperación un breve texto de agradecimiento. Entre otras cosas, ese mensaje señalaba: “El tiempo de la revolución es ahora, porque a la cárcel no volvemos nunca más. Estoy convencida de que el motor de cambio es el amor. El amor que nos negaron es nuestro impulso para cambiar el mundo. … Furia Travesti Siempre”. El ímpetu revolucionario de Lohana encontró su origen en el amor que se niega a quienes desafían las expectativas sociales hegemónicas. En cualquier trayectoria biográfica trans la expulsión de la familia o del espacio escolar, la dificultad para acceder sin trabas al mundo laboral o al sistema de salud, la persistencia de la violencia policial, son aún hoy moneda corriente. De ahí que el deseo de transformar el mundo, como quería Lohana, se construye a partir de un amor que, aunque retaceado, tiene la fuerza hilarante de fermentar la masa, de horadar la piedra, de poner el freno de emergencia del tren de la historia. Toda esa furia necesaria para cambiar las cosas, para que sea posible tener una vida buena, aun cuando podría venir del más oscuro resentimiento, en Lohana venía del amor; aunque no del sacralizado, sino de aquel que se resignifica en las camas y en las calles. Ese es el legado de la traviarca poderosa que, como espectro cariñoso y desafiante, sigue presente en tod*s aquell*s que recibimos su amorosa inspiración1.
1Agradezco a Cristian Alejandro Darouiche sus generosos comentarios.
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