Él lo sabe bien / se hace el loco.
Por Guillermo Vazquez.
Saliendo de un largo dossier sobre la locura en el número de marzo, retomamos el tema para darle una cierta musicalidad en alguna discusión que siempre ronda la palabra pública, también cuando implica a la UNC.
La expresión “hacerse el loco” tiene múltiples posibilidades expresivas. Es una rara conjugación de verbo y adjetivo, que no sé bien si es genuina de nuestro idioma o viene de otros lados, por ejemplo como heredamos “hacer el amor” de los franceses. Desde la amenazante “no te hagás el loco” hasta la más instalada metáfora de fingir demencia. También puede ser una payaseada (mirá cómo se hace el loco), una provocación (no me quise hacer el loco) o un levante (me le hacía el loco). En este caso la tomamos de un tema que canta Ulises Bueno (“Ése soy yo”): basta con saber lo que se siente cada noche / al tocar la piel / que no es de él / y tú en silencio gritando / mi nombre / y él lo sabe bien / se hace el loco / que tu cuerpo está con él / pero tu corazón lo ocupa otro. (Citamos una parte, pero habría que escucharla toda, sobre todo en una versión con la Pepa Brizuela en vivo que es gloriosa, como se cantaba hace unos años sobre la Juventud Peronista.) Hay otras canciones de cuarteto que retoman la expresión hacerse el loco, y muchas otras donde la locura –no fingida ni metafórica– está también alojada para homenajearla entre tanta represión, o para que hable en todo su dolor.
Desde una parte importante de la prensa, por más pasquín que sea, también desde muchas cátedras de la UNC y desde tantos otros lugares, se nos dice implícita o explícitamente que la Universidad no puede tocar ciertos temas, o al menos no de ciertas maneras. El cuarteto bien podría ser uno. Ya porque la Universidad pública no tiene “barrio” y sus palabras son el más frío de los monstruos fríos, o porque la música popular cordobesa no tiene nada que ver con el sacrosanto lugar de lo académico. Estas dos expresiones que son lo barrial y lo académico –no voy a decir “significantes” para no hacerme el loco– son siempre terreno de disputas, más genuinas a veces y otras menos. Lo cierto es que entrada la discusión, lo barrial y lo académico deben tomarse con el cuidado que requiere analizar también el enunciador y su contexto, para decir algo bien de Cursillo de Comunicación y no filosofar tanto.
Criticar o reivindicar lo académico no tiene sentido alguno si solo es letra muerta o palabras en abstracto. Por caso, si una especialista en Física y Matemática de las más brillantes que tiene la provincia, reconocida además continentalmente, hace una referencia peyorativa a lo “académico” hay que pensarla en contraste con una eventual reivindicación –siendo generosos– ultrapositivista de lo académico hecha por un abogado cordobés que se opone a todo proceso popular y que se burla inquisitorial y salvajemente ante cualquier vulneración de derechos –sexuales y reproductivos, de los pueblos indígenas, de la juventud–. ¿A quién y cómo se debería escuchar con más preocupación?
El dedito de lo barrial levantado hacia la Universidad y sus producciones también debería cuestionarse en términos similares. Fundamentalmente cuando muchos, acaso la mayoría, de quienes lo esgrimen saben bien –como canta Ulises– de sus propias posiciones discursivas también privilegiadas, y saben bien del esfuerzo gigante e inabarcable que es una institución cuatricentenaria en una provincia de vacas y familias sagradas como la nuestra; su cuerpo está con él pero su corazón lo ocupa otro. La Universidad encerrada en sus claustros, la Universidad rompiendo o ignorando procesos populares, la Universidad discriminando, cerrándose sobre sí misma, es un fantasma que perseguirá su institución siempre y será el desafío probar la reducción que se hace con ese dedo loco levantado sin observar lo que ha venido pasando, en nuestra y otras universidades públicas, desde hace una década, con todos los errores y deudas pendientes y sin hacerse el loco. Por más nombre que se le ponga (universidades populares, trashumantes, indígenas, etc.) esa discusión siempre está a la vuelta esperando agazapada, como chicana o como planteo lógico y necesario de responder.
El discurso político argentino –eso implica también la palabra de los medios– en los últimos meses salió de un cierto cauce y va por la carretera de hacerse el loco, conducido mayoritariamente por gurúes de autoayuda y creadores de focus groups. Se hace el loco porque mira para otro lado, porque cree que con un bailecito o una bella niña jugando con un perro reemplazan discusiones públicas de relevancia social y política. Porque la palabra pública de una mujer tiende a ser reemplazada por su vestimenta. Cierto es que Sarlo, que ahora se desentiende de todo, finge demencia, se hace la loca, ya venía obsesionada con eso, y el famoso párrafo de su exitoso libro no tiene nada de barthesiano sobre el sistema de la moda sino que quedará en la historia de la misoginia y el retroceso argumentativo: “Quisiera que los siguientes calificativos fueran leídos descriptivamente: abigarrado, ampuloso, barroco, pesado, falto de claridad conceptual, demasiado engamado o de un cromatismo chillón. Así se vistió, hasta la muerte de Kirchner, el cuerpo ceremonial del Estado”.
Deodoro intentó llevar estos años esa discusión de hacer salir de quicio, con mayor o menor éxito dependiendo el caso, algunas estructuras morales y lingüísticas que se esperaban desde una cierta idea de la universidad pública. Salir de ahí y explorar colectivamente algunas posibilidades –sin tampoco hacerse el loco de payaso, ni fingiendo demencia– fue la apuesta de estos números acompañando un proyecto de gestión rectoral que ahora concluye. El juicio lo hará el lector, y a nosotros (redactores, diseñadores, eventuales colaboradores) nadie nos quita lo bailado. Se va también el loco Amato, pero es raro porque sabemos que esa locura queda.
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