Julia Bertone, en DEODORO Septiembre, 014
Los mucamos han ido poniendo ante cada comensal un plato y un platillo con su tazón lleno, justo hasta donde comienza la guarda de flores de oro, de sopa de tomate. En el medio flota, inmaculado, un vasto lunar de crema de leche. Rosita se extasía, adora la sopa de tomate, no hay nada que caiga mejor, qué arte tiene Lucía para organizar un menú. Las sopas no han constituido nunca un problema fundamental en mi existencia, pero de pronto advierto lo que en el fondo sé desde siempre: que hasta en las sopas existe una escala de valores. Si nos hubieran servido una sopa de fideos todo el mundo habría comentado la falta de habilidad de Lucía para componer un menú, pero tratándose de una sopa de tomates todo cambia: es la reina de las sopas, la única, salvo el consomé digna de figurar en un almuerzo de lujo; me pregunto de dónde proviene su escudo de nobleza.
Silvina Bullrich, Los burgueses (1964)
Desde que la saciedad del hambre es acompañada por el antojo, y entra en juego el placer y el gusto de lo que saboreamos, nace el juicio de valor sobre aquello que se lleva a la boca. Por eso el deseo alimentario se corresponde con un ideal estético, a todos se nos hace “agua la boca”, pero no por lo mismo. Así, los alimentos que consumimos no sólo satisfacen nuestras necesidades nutricionales, sino que también comunican, hablan de nosotros.
En gastronomía, como en otros campos de la cultura, el gusto es una apreciación que se sustenta en un conjunto de normas y reglas que marcan y definen la aceptación o rechazo de unos elementos determinados. Pues como acontece con la apropiación de todo bien, mediante aquello que comemos y bebemos, y según las formas en las cuales lo hacemos, damos cuenta de nuestras pertenencias culturales, de los valores a los cuales adherimos y de los grupos sociales con los cuales nos identificamos; y al mismo tiempo, expresamos todo aquello que rechazamos y de lo cual buscamos diferenciarnos.
Estar-en-el mundo social involucra la rigidez o flexibilidad corporal del sabor. El mundo es percibido y relatado desde el cómo “sabe” o cómo “gusta”. Las personas narramos y disponemos nuestras vidas como desabridas, picantes, dulces, amargas; por tanto, el sabor es un elemento central para soportar y hacer la vida.
El modelo de restaurante al que están adscritos muchos de los establecimientos de cocina gourmet de la ciudad de Córdoba se define como un espacio gastronómico singular donde se ofrecen productos exclusivos, transformados de una manera artesanal y creativa bajo los métodos más escrupulosos, y ofrecidos en un ambiente de confort que cubre los mejores estándares de calidad. Este proceso se profundiza con la apertura de escuelas de cocina en la ciudad y de restaurantes “con carácter” que utilizan técnicas de vanguardia. En esos espacios de restauración, el comer se emparenta con niveles estéticos impensados para el acto simple de alimentarse: qué escucho mientras como, qué veo mientras como, qué converso mientras como, quiénes somos los que estamos comiendo, y quiénes no deben comer aquí son aspectos que importan tanto como el bocado que se lleva a la boca. Así se adoptan relaciones entre posiciones sociales y tomas de posición, como también se generan nuevos modales de mesa.
Al transitar por ese “campo gastronómico”, tanto quienes trabajan o buscan allí fuentes de empleo como quienes lo conciben como un lugar propicio para el ocio y la distensión personal, establecen al “saber” sobre la cocina como un valor moral. Son esos muchos personajes actuales dueños de ese saber quienes coronan o destierran a la sopa de tomate, quienes legitiman al chef con su mensaje de felicitación (una forma refinada del viejo aplauso al asador). Además, entre aquellos grupos cuya posición económica les permite disfrutar de tiempo libre, la comida termina por considerarse un pasatiempo, pero no un pasatiempo ingenuo.
Hay una fuerte construcción de lo que significa para qué comer, hay una experiencia en donde se termina por identificar los comensales genuinos de los snobs a quienes “se les nota el esfuerzo por pertenecer”; incluso da la sensación que en ocasiones se come para contarlo. Como los alimentos sirven para categorizar a las situaciones y a los grupos sociales se gana estatus social mediante el consumo ostentoso de comida. Nuestras percepciones por más instantáneas que nos parezcan, surgen de un aprendizaje y son, ante todo, interpretaciones que expresan nuestra pertenencia social, nuestras trayectorias particulares. Podemos señalar, que a los “comensales de alta cocina” les gustan las preparaciones gourmet que clasifican como “buena” porque aprendieron e interiorizaron una predilección por esos alimentos, es decir, un gusto.
La “Alta Cocina” es un gesto de ricos no solamente porque tengan dinero sino porque la diferenciación es anterior al acto de distinción, es decir, la diferenciación social es lo que hace que el acto de distinción sea posible. Desde esta perspectiva, hay una sensibilidad y un cuerpo requerido para ingresar y consumir en un restorán de esta categoría, allí se presupone un saber específico. Ese comensal que fuimos, ese que come doble plato y se reposa en el respaldar con el botón del pantalón discretamente desabrochado, ese comensal que espera y necesita la siesta es excluido de la construcción de las mesas gourmet, allí se desea un comensal que no muere después de comer sino que va al teatro, a bailar o a degustar tragos en alguna barra también de moda por sus novedades en sabores.
He notado cómo las clases altas hacen de un acto fisiológico algo lujoso y metódico, con la consecuente diferenciación de clase social. La mesa se presenta como ícono de una minoría pudiente que reúne la alimentación saludable con las buenas costumbres, la higiene con la cortesía, y el gusto con la saciedad. Muchos venimos señalando que la alimentación en los sectores altos está atravesada por una “cultura light” y la paradoja de un mundo gourmet en medio de un sector importante de la sociedad que sólo es espectador. Las distribuciones diferenciales y distinguidas de las formas del comer están asociadas a las maneras de procesar las diferencias y desigualdades sociales.
Desenmascarada la fantasía que rodea el “buen comer”, e identificar el cinismo con el que se articulan modos que pretenden ser naturales y requieren tremendos esfuerzos para ser sostenidos, nos dan pistas de la estructura de las sensibilidades conectadas a los procesos de jerarquización social.
La visibilidad del mundo gastronómico y el maridaje de los ingredientes que componen una mesa, debe ser una herramienta de socialización de prácticas responsables. Los cocineros como punta de lanza de la cultura alimentaria, desde la gastronomía, debemos ayudar a abordar la cocina, el refrigerador o la alacena y no invertir en seguir propagando escenarios irreales en donde trascienden conceptos elitistas tan lejanos de la más simple concepción de convivio (los que comparten el pan). Revelar el modo en que las formas de cocinar y de comer configuran emociones y hacen parte de un universo de tensiones y conflictividades es indispensable en cuanto la diferenciación social no sólo se convierte en una cuestión de qué alimentos se comen sino también de cómo la sociedad les imputa valor.
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