La torre infinita
Un recorrido por una de las tareas más difíciles como imprescindibles de la poesía, la traducción, en la Córdoba desde comienzos del siglo pasado a la actualidad.
Silvio Matoni
Docente, poeta, escritor.
El acto de traducir participa de una extraña fe, puesto que se sabe que las lenguas, diversas y arbitrarias cada una en sus particulares relaciones de sonido y sentido, no son equivalentes en muchos casos, quizás en ninguno. Esta dificultad, que corresponde a la opacidad de cada lengua en la medida en que no transparenta su referente, en tanto que lo señalado por la palabra no deja de hacer resonar otras alusiones y otros espesores, históricos, inmemoriales, se incrementa cuando se trata de poesía. Porque justamente es la práctica de escritura donde más se suele acentuar el costado material de las palabras. En el poema, se han seleccionado ritmo, tono y cadencia, y cada palabra no parece reemplazable por su sinónimo. Y si la sinonimia no existe nunca de manera exacta dentro de una lengua, esa búsqueda forzada de sinónimos que quiere atravesar los idiomas, y que se llama “traducción”, pareciera condenada al fracaso. Sin embargo, sucede, y se da sobre todo, con intensa insistencia, en la poesía y entre los poetas. Y es como si quisieran remediar el defecto de las lenguas, sus diferencias, a través del rito solitario de convertirlas unas en otras.
Deberíamos pues empezar a recordar la historia de las traducciones poéticas en Córdoba a partir de Mallarmé, autor inaugural, que muriera en el umbral del fin del siglo XIX. Este había dicho precisamente que faltaba una lengua suprema, la que expresaría todo lo decible en todas las lenguas del mundo, y con esa lengua superior, soporte místico de la traducibilidad, soñarían los poetas que eligen cada palabra como si no hubiese nada más crucial en la tierra, ni en el cielo. Pero la perfección es imposible, el azar o lo arbitrario de los signos triunfa, la historia deja atrás lenguas en ruinas, y por eso Mallarmé, poco antes de morir, lanzó su Golpe de dados, el gran poema gráfico, de versos fragmentados y frases rotas, donde naufraga la sintaxis para que se desprenda la idea, aunque sólo sea la idea de la nada. Precisamente, en 1943, en un destino sudamericano, Agustín Oscar Larrauri publica su versión de este poema tan influyente en un sello llamado “Ediciones mediterráneas” (puede leerse hoy su reedición en la editorial Babel, publicada en 2008, con un lúcido e informado prólogo de Eugenia Cabral sobre el traductor, su época y su pensamiento).
En la misma línea de cierta búsqueda de actualización de la tradición poética local, abrumada de hispanismo y de modernismo latinoamericano, apegada a un conservadurismo formal que no cesaría en todo el siglo XX, resulta imprescindible mencionar la gran colección de traducciones “Campana de fuego”, de editorial Assandri, con estudios siempre profundos y audaces, dirigida por Alfredo Terzaga en la década de 1950 y que se prolongaría hasta los años 60. A su director se deben puntos muy altos en la historia de las versiones poéticas de Córdoba, como las de Rimbaud, sobre todo Iluminaciones, o los Himnos a la noche de Novalis, ambos textos reeditados en los últimos años por Ediciones del Copista y la Editorial de la Universidad Nacional de Córdoba, respectivamente. También en esa colección aparecieron las traducciones de José Vicente Álvarez de Rilke (Elegías de Duino y Sonetos a Orfeo), de Stefan George y de Hölderlin. Por su parte, en 1958, Carlos Fantini traducía y prologaba el gran himno a la poesía urbana y precursor de las llamadas vanguardias históricas, Alcoholes de Apollinaire. Y el otro notable traductor de la colección, dedicado al inglés, Enrique Caracciolo Trejo, publicaría por entonces sus versiones de William Blake y la espléndida antología de Los poetas metafísicos ingleses del siglo XVII, en 1961. De manera extraña, sinuosa, afortunada, todavía no hace muchos años, digamos que un par de décadas, uno podía encontrarse con algún volumen de la colección “Campana de fuego” y comprarlo casi por nada. La fe de sus traductores, desde un pasado que parecía remoto, desde una promesa de dedicación a la poesía que parecía rota, llegaba entonces al presente, seguía estando ahí, edificando en nuestro uso del idioma la torre infinita, frágil, siempre inconclusa, de una literatura babélica.
Más cerca del presente, en los 60, hubo algunas traducciones célebres, que hicieron época y que por eso han vuelto a aparecer recientemente, como la de La filosofía en el tocador de Sade por Oscar del Barco. Pero los libros de poesía en cambio requieren siempre de un editor que apueste por algo que no está hecho para una respuesta inmediata, libros para los que vendrán, mensajes arrojados al mar de las generaciones con etiquetas sobrias y que acaso tarden en encontrar a su interlocutor, como dijera Osip Mandelstam, lo que demora la luz de una estrella en tocar a otra. Ya en una etapa casi contemporánea entonces, hay que mencionar las ediciones de Alción y su colección “Otras voces”, que iniciaran Pablo y Esteban Anadón con el gran libro de Ungaretti, El dolor, en 1994. Aunque también antes, sin editoriales a la vista, las poetas Elisa Molina y Mary Calviño habían podido imprimir una serie de cinco plaquetas bilingües, en 1984 y 1985, con versiones del poeta franco-lituano Lubicz Milosz, de los italianos Umberto Saba y Ungaretti, de la norteamericana Sylvia Plath y del griego Nikos Dimu. Aunque las traducciones fueran realizadas en otros sitios, llegaban así a las posibles lecturas de Córdoba y volvían a redefinir el tono de su poesía imaginable, o imaginaria.
¿Qué sucede hoy en la traducción de poesía en Córdoba? Las editoriales siguen, se suceden; la tarea de Juan Maldonado en Alción sigue estando en la proa de esa nave loca de la edición de poesía traducida, con poetas de todo el país que le encomiendan sus trabajos de años, de toda una vida a veces. ¿Quién podía prever que tendríamos al alcance versiones de Mandelstam, Marina Tsvetáieva o Joseph Brodsky? ¿Que encontraríamos la poesía completa de W. B. Yeats aquí y ahora? Y la lista de ese catálogo sería interminable, como el futuro.
En el horizonte se esbozan nuevos deseos, nuevas ansias de traer hacia nosotros el espejo refractario de la lengua ajena, para ser otra cosa, para volver a hacer lo propio y lo de todos con aquello que se nos escapa. En esos entusiasmos que todavía no podemos delimitar del todo, existen ya tentativas fructíferas, de las que basta mencionar un ejemplo simple: las traducciones de poetas brasileños hechas por jóvenes estudiantes de Córdoba, impulsados por una visita de San Pablo, para la editorial de extensión de la Facultad de Filosofía y Humanidades, La Sofía Cartonera. Ahí salieron ya, en 2014, entre otros varios títulos que incluyen también narrativa, Figuras en tránsito de Alberto Martins, y El pretexto para todos mis vicios de Heitor Ferraz Mello, en versiones de Ignacio Montoya, Juan Revol, Luisa Domínguez y Tatiana Faria.
Vuelve a recordarse entonces que traducir es también una forma de aprender, de ir hacia lo extraño o lo que está al lado para conocer o revelar la rareza en lo propio. A fin de cuentas, toda poesía traduce en la historia un original perdido y fragmentado en el principio o quizás un texto tan vasto que su escritura aún estaría por venir.
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