Leer y escribir en la tele de la compu

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Por Diego Vigna en Deodoro, Marzo 015

Preguntas, contexto y evidencias, mientras las cosas suceden. Preguntas: ¿qué lugar ocupan hoy la ficción, el ensayo, la crítica, la poesía, en el mundo de la web? O mejor dicho, ¿dónde ocupan lugar hoy, más allá de lo material, los textos a los que llamamos literarios?

Antes de responder, contexto. Mencionaré entre corchetes algunas referencias que cito. La presencia de textos literarios en la web lleva a pensar en la materialidad de la escritura. Lo que heredamos como textos y texturas, deudores del papel impreso, hace años que se puede encontrar en las pantallas. La literatura actual parece haber asimilado y exacerbado el rasgo de que antes de leerse, se ve [Mazzoni y Scelsi]. Lo textual fue “contaminado” por elementos antes restringidos al mundo audiovisual; por ejemplo, el diseño como elemento primordial de lo ofrecido a un público [Botto]. Hoy compartimos esa tensión inherente a la práctica de encender aparatos y ver para leer. Los dispositivos digitales emiten luz: primero la pantalla, después la lectura. Las redes, que llegan en formatos, plataformas, plantillas, enlaces, archivos que dependen de la luz, ampliaron las posibilidades de acceder y compartir imágenes y textos. Eso modificó todos los planos de la comunicación y, por tanto, la velocidad de las cosas. Ambas entidades ampliaron su valor dentro de la lógica del consumo y el reemplazo. La velocidad, y las cosas.

Al interior y al exterior del campo literario, el poder de Internet explotó luego de la crisis de 2001. Mientras las voces críticas [Sarlo, Laddaga, por ejemplo] trataban de explicar el descalabro a partir del daño a la identidad colectiva y las reivindicaciones sociales, sostenidas por pilares históricos como la escuela pública, el capitalismo productivo y el desarrollo de los derechos sociales y políticos, al mismo tiempo narradores, poetas, periodistas “jóvenes y argentinos” inauguraron nuevas rutinas de vinculación entre pares, y de promoción de sus trabajos. Rutinas que poco parecían compartir con las generaciones precedentes; las formas heredadas de producir y mover literatura, aún hoy hegemónicas, dejaron de estar solas. Gracias al uso que hicieron los escritores del formato blog desde 2002 en adelante, que encontró su apogeo entre 2005 y 2008, lo impreso y lo puesto en circulación comenzó a tener un complemento en el mundo virtual.

La lectura silenciosa comenzó a alternar con eventos y ciclos. Recitales de lectura, performances, ferias de literatura. En general empujadas por los vínculos que propició la cartografía de los blogs: formas de conocerse y de leerse en pantalla y papel, y de hacerse visibles desde esas pantallas, en un ambiente donde el éxito de la literatura impresa parecía exclusivo para los cobijados por las grandes editoriales. Nacieron y mutaron colectivos, grupúsculos, reuniones periódicas. Editoriales. Revistas. “Un desborde de la escritura por la sociabilidad” [Vanoli]. La irrupción del diseño fue funcional a las nuevas posibilidades de edición [Botto]; los formatos digitales permitieron difundir obras sin asumir grandes costos ni condicionamientos. El lenguaje en Internet no se despegó nunca de las situaciones de escritura, pero la ficción que comenzó a expandirse en esos espacios tendió a ensayar matices de la oralidad a través de voces deslocalizadas. Se movió el terreno gracias a los nuevos autores; los viejos prestaron atención y así se incorporaron nuevas maniobras, opacidades y transparencias. Los comentarios en los blogs renombraron las discusiones y los insultos. Las versiones digitales de los periódicos encauzaron esa dinámica de foro: un día las noticias aceptaron intervenciones de los lectores. En ese contagio, que llamaron “evolución de los formatos” y “web interactiva”, las redes sociales radicalizaron el vértigo del intercambio. Mermó la pulsión por mostrar textos pulidos y también por las pruebas de tonos. Las plumas se trasladaron a los lienzos inmediatos que ofrecían Twitter y Facebook para encauzar el registro de la cotidianeidad en primera persona, en forma aún más restringida. Twitter ofreció un molde para primicias y aforistas y, en consecuencia, la posibilidad de hacer una épica de cada aseveración. El correlato fue, por un lado, una mala digestión de la escritura con aspiraciones estéticas, a través de fogonazos reflexivos. Por otro, nuestra aceptación para seguir acentuando la fragmentariedad del pensamiento.

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Y en el centro, Facebook. Cuando visitaba a mi padre, hace años, en una solitaria localidad de la precordillera neuquina, él vivía en una casa de Gendarmería y teníamos muy poco para hacer. Esperábamos con ansias las tres emisiones diarias de los “Mensajes al poblador” que transmitía radio Nacional. El programa: un locutor que leía papelitos. Cada papel era un mensaje que algún habitante de la región dirigía a otro para sobrellevar la ausencia de medios técnicos de comunicación. El programa era necesario por su respeto al broadcasting: la gente no tenía cómo avisarse las cosas y acudía a un núcleo para enviar señales. “María de Los Niches le avisa a Ricarlos del km 40 que la yegua está lista y sale mañana”. “Catalina de Andacollo, para Elba de Aguas Calientes: son dos bolsas lo que necesita”. Con un abismo de “progreso” en el medio, el método rural y las redes sociales que instituimos comparten la difusión como acto mayor. En Facebook, somos nosotros los que soltamos mensajes al aire, pero también hay un narrador: la plataforma misma. Ella dispone una sintaxis, un orden de novedades y prioridades. Los perfiles producimos a partir de sus condiciones. Puede decirse que cada muro de posts es único porque cada quien sigue a quien quiera, pero las redes sociales lograron relativizar, en gran parte, la revolución que proponía la Internet: el triunfo de la heterogeneidad y el potencial expresivo, y los matices. Los millones de puntos en un rizoma abismal, heterogéneo y libre. Las redes sociales abanderaron la superación dando un paso atrás, el de los nuevos broadcasters. Núcleos desde los que brotan todos los mensajes, los enlaces a otros nodos, y donde ejecutamos un zapping vertical cuyo contorno está definido por una estructura precisa. En resumen: la tele de la compu [Cecilia Ruiz].

¿Qué proyectos de los que se llevan a cabo hoy podrían ser concebidos sin los medios digitales? ¿La escritura creativa? Sí. ¿La difusión tan veloz (feroz) de los productos artísticos, culturales, del ocio? Probablemente no. ¿La ampliación estratégica del público lector? No parece depender de eso y, si depende, la respuesta está, dados los antecedentes, más cerca del no. En este marco, ¿qué hacen los escritores en Facebook? ¿Quiénes parecen haber explotado mejor, en el campo de producción, las posibilidades de la tele de la compu?

Para los que producen, difusión es promoción. Después de los blogs, los escritores consolidaron el trabajo del adelanto. Promocionar actividades antes de realizarlas, y obras, a veces, antes de escribirlas. Eso también marca la evolución de la ansiedad, que parece no tener límite. De los que narran o ensayan una prosa (pocos), queda una colección de retazos de lo cotidiano. La propuesta de un encadenamiento de vivencias o anécdotas en ese rollo que es el muro propio. En los casos más admirables hacen extrañar las anotaciones de Benjamin sobre pasajes o juguetes. Algunos escritores publican sus gustos, o hacen balances de lo visto y leído: acciones que en la proximidad física brotan entre cervezas y cafés. Pueden ser valiosas en la soledad de la red, sin embargo, para aprehender la mirada de alguien con quien se estrechan ideas. Pero lo que más hacen los escritores es difundir, con distintos matices. Algunos con un descaro que conduce a una suerte de ternura megalómana; otros apelando al hacer, a las obras. En todo caso, respondiendo a la definición de Hernán Casciari de escritor orquesta. El autor, que otra vez lo es todo, también lo hace todo, para contribuir, creyendo que sólo se adapta, al ambiente.

Quienes parecen haber leído mejor la coyuntura de estas vidrieras renovadas al instante son las editoriales independientes y autogestivas. A salvo del autobombo pedestre, supieron visibilizar sus propuestas estéticas para llegar a quienes hoy son, en el estado efervescente y a la vez marginal del campo, sus principales interesados: los escritores. Interesados en un doble sentido: consumir literatura y ejercitar el lobby en busca de la publicación.

El gusto por la velocidad no sumó al establecimiento de variantes narrativas o poéticas en la web. Sí dinamizó la crítica y el relevamiento editorial, y sobre todo los libros. Sumó al cuestionamiento de las formas clásicas, también de las más acartonadas, y le cortó el rostro a los textos que escarban el lenguaje y buscan en el grosor de la palabra el motor y el destino de la escritura. El lugar que ocupan los textos literarios en las pantallas, hoy, parece restringirse a las tabletas, las revistas culturales y los archivos digitales. Las tabletas reproducen libros electrónicos que sin embargo se ofrecen como una simulación de los impresos. Textos fijados y maquetados que leemos página a página. Según Laddaga, la tableta sugiere nuevas rutinas y temporalidades, no tan condicionadas al objeto libro. Comparto. Pero las nuevas temporalidades sugieren nuevos condicionamientos. Podemos vivir los días entre pantallas y redes, pero el tiempo de la lectura es uno solo. El que cada uno pasa leyendo. Las pausas contemplativas, reflexivas, exceden al soporte. Y en las revistas y los archivos digitales la literatura parece haber encontrado el nicho que antes ofrecían los blogs y que luego se aquietó por el traslado de la ansiedad a los panales de la apariencia y las comunidades. El trabajo creativo, la pulsión por narrar, las pruebas y tensiones sobre los modos de representar el entorno, parecen haber encontrado en los proyectos colectivos digitales un lugar estimulante. Y también en los archivos digitales, que intuyo cada vez más importantes por ofrecerse como alternativa para suplir la ausencia de los objetos (en el hacer literario, el archivo “.doc” reemplazó los borradores y apuntes que antes tocábamos. Los recorridos de escritura y la historia de los textos hoy se rastrean en folders, no en papelitos, carpetas y cajones). Las revistas, de hecho, funcionan como archivos. Espacios coagulados [Chejfec] que están ahí, sin la feroz pretensión de la renovación constante. Textos que coagulan y persisten en la nube, sin textura ni ruidos. Que un día son leídos de un modo, y luego dependerá de un nuevo abordaje. Como en la práctica de la relectura, que pervive en silencio y se sigue pareciendo a esa línea invisible compuesta por cronologías, hipótesis, insistencias y aprendizajes.

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